¡dime cuánto quieres!

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Allá por los años 90 recibimos en la Comunidad de Cuyo Grande (Cusco, Perú) la visita de un amigo que venía de la capital, lo invitamos a participar de la Biblioteca de Campo, caminamos por la Comunidad y visitamos algunas familias; este amigo que no conocía el medio rural quedó impactado por la pobreza de muchas de las familias y por las condiciones en las que vivían. Al día siguiente, en el camino de regreso encontramos a uno de los campesinos que habíamos visitado, bajaba al pueblo llevando consigo unos hermosos tejidos con motivos andinos que con su familia había confeccionado; se trataba de un trabajo de varias semanas que llevaba, según nos explicó, a Lamay, en el valle de la zona baja, para intercambiarlo por maíz que no podía producir por la altura en la que se encontraba su chacra (parcela de tierra). Mi amigo, le dijo entonces por qué en lugar de cambiarlos no los vendía y le propuso comprárselos; sin embargo, el campesino respondió que no podía venderlos, que eran para llevárselos a su “compadre”; mi amigo le invitó a poner un precio para comprarle los tejidos, le dijo: “Dime cuánto quieres, yo te pago”, pero el campesino se siguió negando afirmando que los tejidos eran para su compadre. Este amigo se quedó sorprendido por esta decisión, movido sobre todo por el deseo de hacer un bien ofreciendo la posibilidad al campesino de rentabilizar más su producción, no llegaba a comprender el rechazo de su oferta. Cuando el campesino siguió su camino, me dijo: “Qué pena, yo lo quería ayudar, no entiendo que haya rechazado la posibilidad de ganar el dinero que le ofrecía.”

En la lógica de mi amigo la decisión del campesino era una decisión absurda, poco inteligente por decir lo menos, que mostraba una carencia de racionalidad económica y que podía muy bien explicar su situación de pobreza. Era como si su situación de pobreza estuviera relacionada a esta incapacidad de saber tomar una buena decisión. Desde esta lógica es seguro que a mi amigo los pobres se le aparecían como niños a los que debemos orientar, enseñar y si es necesario decidir por ellos.

Continuando nuestro camino, yo explicaba a este amigo las relaciones que vinculaban a familias de las zonas altas de la comunidad con familias de la zona baja, de la relación de reciprocidad que muchas veces era sellada por una relación de compadrazgo (en el caso del campesino del que hablo, su hijo era ahijado de la familia del valle); esta relación permitía al campesino a través de un sistema tradicional de intercambio, el trueque, asegurar cada año para el consumo de su familia una cantidad importante de maíz que él no podía producir. De no cumplir con este compromiso, habría roto una relación de confianza que sustentaba el lazo de reciprocidad.

Si el campesino hubiera optado por aceptar el dinero que le ofrecían, con lo que en ese momento hubiera maximizado su ganancia, habría con ello puesto en riesgo a futuro el sustento de su familia. Era obvio que el campesino valorizaba más esta relación de reciprocidad. Su decisión no era de ningún modo una decisión absurda o tonta, al contrario, era una decisión inteligente, sólo que respondía a una racionalidad diferente.

En el caso que he descrito vemos el encuentro de dos lógicas diferentes que convergen pero no llegan a cruzarse, lógicas que responden a racionalidades diferentes, fruto de factores tan diversos como el origen económico, social y cultural, el proceso de sociabilización, la formación, etc. de cada uno de los actores que intervienen en este caso.

Comparto esta experiencia pues me parece que grafica lo que está a la base del desfase que existe entre lo que muchas veces se ofrece a los más pobres como respuesta a su problema y lo que ellos desde su propia experiencia y realidad necesitan realmente.

En ese momento yo no pude ir más lejos en la reflexión con este amigo, me permitió en todo caso explicarle el porqué de nuestra presencia en la Comunidad, el tiempo que dedicábamos a acciones como la Biblioteca de Campo, la visita a familias, etc. y nuestro esfuerzo por crear espacios de encuentro y diálogo entre las familias de la comunidad y personas del exterior.

Sin embargo hoy, varios años después, regreso sobre este hecho anecdótico y encuentro en él elementos que me parece importante repensar a la luz de mi experiencia aquí en Francia con el equipo del Cruce de Saberes. Sobre ello volveré en una contribución posterior.

Alberto Ugarte Delgado, Perú/Francia

ni princesas, ni anti princesas

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Quién no recuerda a la bella durmiente, la cenicienta… y algunos superhéroes, que por años hicieron y aún hacen volar la imaginación de muchas niñas y muchos niños, cuentos clásicos, cuyo único sueño de las chicas, es la llegada de su príncipe azul y ser felices para siempre y la de los chicos el ser un apuesto galán, tener poderes, y los medios suficientes para vivir y mantener feliz a su familia para siempre.

En oposición a esta corriente casi caduca, se revelan los nuevos libros denominados «anti princesas» que buscan acertadamente romper los estereotipos frente al rol de la mujer y del varón.

La nueva corriente de libros anti princesas, narra al estilo infantil, la vida de diferentes personajes de la vida real con todos los esfuerzos que hicieron para cumplir sus sueños. Obras para niñas y niños que ameritan un gran reconocimiento. Sin embargo seguimos en el mundo del sueño, de que si te esfuerzas, tus sueños se harán realidad.

En el último informe de la Unesco, existen 58 millones de niñas y niños que no están escolarizados (Instituto de Estadística de la Unesco), es decir, no acceden al derecho a la educación, ¿qué pasa con estos niños, a qué se dedican?, ¿en qué están puestos sus sueños?. Una de las causas principales sin duda es la miseria, esa extrema pobreza a la que se condena a una parte de la población, sí, repito, se le condena, porque como afirmaba Joseph Wresinski: desde que un niño pobre aprende a caminar, las responsabilidades le vienen encima; sin tener siquiera el tiempo de iluminar o de expresar sus sueños, condenados muchas veces al silencio.

Sin embargo sus sueños están latentes, son reales, no sueñan con ser ni princesas ni príncipes, ni con ser personajes famosos, sueñan con cosas básicas y profundas: como el que nos compartía Jorge, un niño de 8 años, que tiene que salir a vender cada día cigarrillos a la calle, para poder apoyar en la economía de su casa: “me gustaría ir a la escuela”, “me gustaría estudiar “

Son más de 58 millones de niñas y niños confrontados a esta y otras realidades en el mundo, niñas y niños que luchan día a día, para sobrevivir, con la incertidumbre de no saber que será del mañana, niños a quienes no sólo se les niega el derecho a estudiar, sino también a soñar.

¿Cuántos sueños más se seguirán apagando, para asumir un compromiso personal o colectivo y hacer que los derechos dejen de ser simplemente sueños para una parte de la población?.

María Angélica Quispe, Perú/Francia

siempre me quedan los gestos

miradajoven

Lise es una mujer joven que conoce la pobreza y el vivir errante en su propio país. Sabe lo que significa no ser bienvenida en ningún sitio. Sin domicilio, Lise pasa sus noches en albergues y Centros de urgencia. Dice, que a menudo, intenta llegar pronto a los albergues, para poder acoger. Cuando una mujer llega por primera vez al dormitorio del albergue, el cansancio y el miedo se lee en los rasgos de su cara, Lise las contempla, les tiende una mano y se presenta por su nombre. Puede que dicha mujer esté enferma. Entonces, Lise, prevé y le enseña a quien tiene que dirigirse, la conduce donde pueda conseguir lo que necesita. “Cuando no conoces a nadie, tienes miedo de preguntar”. Lise habla de una joven refugiada de religión musulmana, pensaba que para esta chica sería horrible ir a la bodega para recibir ropa por parte del hombre que la distribuye y decide acompañarla. “Hay que tomar su tiempo, explicar las cosas con delicadeza… hablo un poco otros idiomas y cuando no tengo las palabras, siempre me quedan los gestos”.

Lise no se tira flores… “para mi es en los detalles de la vida en los que te dan la bienvenida”. Nada más normal. Habla de las mujeres Rumanas, que no hablan su idioma, pero que son tan amables, acogedoras y que siempre están atentas a las demás. “Podríamos creer que se han vuelto duras por la vida que les toca, las echan de todas partes, pero no…”.

Al mismo tiempo, estoy sumergido en el alboroto del mundo, en la guerra en el Cercano Oriente, bombardeos indiscriminados, intereses monetarios inconfesables y poblaciones arrojadas a las carreteras del exilio: elecciones en USA, referéndum en Gran Bretaña, votación en Suiza de una iniciativa popular “para devolver a los criminales extranjeros”, felizmente rechazada por una minoría del pueblo… Y las reseñas sobre Grecia, tierra de acogida, aislada por alambradas erigidas bajo la comunidad internacional que las ponen como ejemplo. Atenas, donde personas como Lise, se preocupan de lo que les pasa a los refugiados que no son bienvenidos en ningún sitio.

En el centro mediático, la inevitable galería de retratos importantes y atronadores. Máscaras sin miradas que enarbolan promesas de preferencias nacionales, de muros y del orden de la seguridad. Delante de un tal confinamiento del espíritu, pienso en la famosa alegoría de la caverna de Platón, donde, en la complacencia de la oscuridad tranquilizadora, el espectáculo ordinario de la mentira se adorna con mil lentejuelas y ejerce fascinación: el miedo. Un mundo donde nadie se atreve a mirar a los ojos.

Prefiero unirme a Lise a la luz del día. ¡Uff! Ligada a la realidad, en la elucidad de una acción genuina y espontánea. La única que cambia el mundo, sin ruido. Aquí, las mujeres y los hombres os miran a los ojos. Dejan ver sus ojos. Puedo ver mis ojos en sus ojos. Es aquí donde encuentro luz. Me siento bienvenido.

Lise me devuelve a otro pasaje de Platón en el “Primer Alcibiades”. Sócrates se dirige a un joven candidato para el ejercicio del poder, preocupado por que se quiera ahorrar y negar a ver la realidad el mismo: “Por lo que un ojo que mira otros ojos y que se adhiere a lo que es mejor en él , por lo que él ve , por tanto, puede verse a sí mismo”. Y más lejos: “¿así que quiero ver el ojo en sí , tiene que mirar a otro ojo, y en este lugar donde se encuentra el ojo bajo el ojo , que es la visión ?” Y termina: “Pues bien , mi querido Alcibíades , el alma también , si se trata de reconocer , la voluntad, ¿no es así ? ver un alma , y sobre todo esta parte del alma , donde es la virtud del alma , la sabiduría , o cualquier otra cosa se parece a éste ”.

François Jomini, Suiza. [Traducción del original en francés publicado en el blog colectivo Pour un monde riche de tout son monde]

palabras de paso

dehesa-blog

Yo no soy un bloguero, yo no soy un escritor, yo no soy voluntario permanente.
Tan solo soy un desplazamiento, un viaje, un tránsito, un trasvase, algo que se parece, algo que era, que quería ser, hoy solo estoy.

Me gustan las palabras, me gusta cuando las decimos y cuando las callamos, cuando nos desbocan en grito, cuando nos desplazan, cuando nos atraviesan.

Me gusta cruzar la dehesa en bicicleta y arañar el sonido lento de la niebla que te moja, pedalear bajo la mirada líquida de las vacas que rumian sus saludos quietos.
La dehesa son los brazos abiertos de las encinas, las rocas de granito, los desnudos robles.
Me gusta correr y sudar cuando el campo transpira niebla, me gusta cortarme con el centelleo de la niebla que afila el sol del atardecer salmantino y añadir con el vaho de mi sudor una capa más a esta sábana que se come la noche, el paisaje, el atardecer y el sonido.

Me gustan las palabras y me gustaría contaros cosas, pero las palabras se agolpan como piedras y el muro se cae machacándome los dedos. Recojo el peso del sentido y me parte la espalda. Las palabras arden y no me queda más que ceniza en la boca. Mientras tanto mi olor es de humo, me desnudo y dejo mi cuerpo fuera para que se convierta al musgo de la teja, para que huela a primavera y a brote. Hace frío y sueño con el humo al que todavía huelo.
Es invierno y me gustan las palabras.

Aunque corra, mi cuerpo me persigue.

Ser de hueso, ser de musgo, la quietud de la piedra, la sonrisa de la vaca, el brillo de la pluma de la gallina, el saludo corto de la dehesa. Yo solo estoy,  y estando en ocasiones me encuentro.

No se si tengo palabras para contarte.
Me gustan las palabras. Me gustas tú.
Me gustan los hombres y mujeres que recorren lentamente los caminos torcidos de la tierra.
Me gusta lo que nos traen, me gusta lo que callan.
Hay que callarse mucho para decir un poco.

Quiero decir cosas que sepan a ceniza, que brillen como el fuego, que se posen como la piedra, que paseen como nuestras vidas por el paisaje lento de la dehesa.

Solo estamos por un rato.
Estamos para contarlo y nuestras palabras, peregrinas, están de paso.

Jaime Solo