soy alguien

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*Traducción del original en portugués (abajo).

¿Levantar la cabeza?, ¿para qué? Si todo lo que veo es dolor, sufrimiento, injusticia y necesidad. Si, a mi alrededor, veo adultos apenas sobreviviendo, despertándose, saliendo para el trabajo pesado para volver con un salario mínimo a final del mes, sin otras perspectivas. Jóvenes siendo espectadores del desmoronamiento de sus propios sueños, uno detrás de otro, completamente impotentes por la falta de oportunidades. Niños recibiendo una basura de educación y siendo criados para no ser protagonistas de sus historias.

Me siento sin fuerzas. Me siento en la oscuridad. Me siento sin ninguna motivación.
¿Levantar la cabeza?, ¿para qué? Ya sin sueños, ya no tengo más esperanza. Un día la tuve, pero ahora todo ha cambiado. Cuando era niño, veía el mundo con las lentes del optimismo, tenía esperanza de ir en el futuro a la universidad y ser un profesional. Pero hoy, que el futuro ha llegado, estas lentes son oscuras y todo lo que veo es oscuridad. Hoy, ya no sueño más y creo que soñar es solo perder el tiempo.

Si el mundo no tiene un lugar para mí, me pregunto ¿por qué existo?, ¿por qué estoy aquí?, ¿qué es lo que aún me hace levantarme de la cama y recibir el día de hoy?, ¿qué es?

Costó mucho pero hoy lo descubrí: ¡eso es fe! Me lo pueden quitar todo, pero no pueden quitarme mi fe: fe en Dios, en mi familia, en mis amigos, en las personas que tienen la misma fe en mí; fe en la vida, en un mundo mejor, más justo, más humano; fe en el amor de mi madre y en su lucha incansable para ver a sus hijos en el buen camino; fe de que ser alguien en la vida es tener dignidad y no éxito.

Entonces, levanto la cabeza porque tengo fe, porque soy un ser humano como tú y puedo ser feliz y tener una vida digna también. Exactamente como mi madre me crió, aún pasando por todas las dificultades que ella pasó. Soy obra de ella y de la fe que la mantuvo de pié. Soy fruto de todos sus esfuerzos y esperanzas. Soy alguien.

João Guilherme da Silva Simpolis con Mariana Guerra, Petrópolis


 

Levantar a cabeça pra que? Se tudo o que eu vejo é dor, sofrimento, injustiça e necessidade. Se, a minha volta, vejo adultos apenas sobrevivendo, acordando, saindo para o trabalho pesado para voltar com um salário mínimo no final do mês, sem outras perspectivas.

Jovens sendo expectadores do desmoronamento de seus próprios sonhos, um atrás do outro, completamente impotentes pelas faltas de oportunidades.
Crianças recebendo um lixo de educação e sendo criadas para não serem protagonistas de suas histórias.

Me sinto sem forças. Me sinto no escuro. Me sinto sem motivação nenhuma. Levantar a cabeça pra que? Já sem sonhos, não tenho mais tanta esperança. Um dia já tive, mas agora tudo mudou. Enquanto era criança, via o mundo com as lentes do otimismo, tinha esperança de no futuro fazer faculdade e ser um profissional. Mas hoje, que o futuro chegou, essa lente é escura e tudo o que vejo é escuridão. Hoje já não sonho mais e acho que sonhar é só perda de tempo.

Se o mundo não tem um lugar para mim, me pergunto por que existo. Por que estou aqui? O que é essa coisa que ainda me faz levantar da cama e receber o dia de hoje. O que é isso?

Custei muito, mas hoje descobri: isso é fé! Podem tirar tudo de mim, mas não podem tirar a minha fé. Fé em Deus, na minha família, nos meus amigos, nas pessoas que têm a mesma fé em mim. Fé na vida, num mundo melhor, mais justo, mais humano. Fé no amor da minha mãe e na luta incansável para ver seus filhos no bom caminho. Fé de que ser alguém na vida é ter dignidade e não sucesso.

Então, levanto a cabeça porque tenho fé. Porque sou um ser humano como você e posso ser feliz e ter uma vida digna também. Exatamente como minha mãe me criou, mesmo passando por todas as dificuldades que passou. Sou obra dela e da fé que a mantinha de pé. Sou fruto de todos os seus esforços e esperanças. Sou alguém.

João Guilherme da Silva Simpolis con Mariana Guerra, Petrópolis

hojas en blanco para la supervivencia

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Desde hace algunas semanas, leo unos textos de Joseph Wresinski que me llevan de un lado a otro en mis recuerdos y de un lado a otro sobre textos o reflexiones de otras personas. Así llegué de nuevo a unas palabras sobre una hoja en blanco que había pronunciado el activista y artista guatemalteco Guillermo Díaz durante un tiempo de trabajo conjunto en México en el mes de Mayo. Sus palabras me empujan hoy a tratar de escribir sobre lo que presencié una mañana en Puerto Príncipe en el 2013 durante mi participación en el encuentro semanal del equipo de ATD Cuarto Mundo con un grupo de niños que viven —luchan por la supervivencia y la vida— en la calle.

ATD Cuarto Mundo desarrolla proyectos en Haití desde el año 1981: entre otros, un proyecto nutricional y de estimulación temprana para apoyar a las madres en la crianza de sus bebés, una escuela para niños de tres a seis años, un taller de informática para jóvenes, un sistema de atención médica para familias… En realidad, el hilo conductor de todos ellos no es otro si no el tratar de llegar a las familias más duramente castigadas por la pobreza, aquellos que difícilmente tienen acceso a los programas de ayuda convencionales. Construyendo los proyectos y revisándolos día a día junto a los más pobres, ATD Cuarto Mundo asegura caminos de participación plena necesarios para cualquier iniciativa de lucha contra la pobreza y en favor de los derechos humanos. En el momento del terremoto en el año 2010, está búsqueda que fue siempre, y continúa siendo, brújula para cada proyecto fue la clave para lograr que la ayuda de emergencia alcanzará también a las personas y familias más pobres, a los más excluidos o los que vivían en las llamadas zonas rojas de peligro, allí donde otros no llegaban.

Con esta brújula en la mano, una parte del equipo de ATD Cuarto Mundo —en aquel momento Rosanna, Mogene y David— se encuentra todas las semanas con un grupo de niños que viven en las calles de la capital haitiana. Sus historias son muy diversas, pero se sabe que el número de niños en la calle se multiplicó de manera notable tras el terremoto. Aquella mañana en la que yo tuve oportunidad de encontrarles, los niños se reunían alrededor de un tiempo de biblioteca en la calle. No deja de emocionarme a lo largo de los años como todos los niños del mundo, sean cuales sean sus circunstancias, desean el encuentro con los libros, con la ilustración y la palabra, con la posibilidad de mirar a través de una ventana, con la alegría y la paz. Participé maravillada de aquel tiempo de lectura y después, maravillada y profundamente conmovida, del tiempo que se dedicaba a la posibilidad de dibujar. Uno por uno, los niños fueron tomando una hoja en blanco y un lapicero, algunos ya muy pequeños de tanto haberse usado, y de la manera más meticulosa y pausada que una pueda imaginar empezaron cada uno a dibujar, primero muy lentamente los trazos y después el color. He visto a lo largo de mi vida a muchos niños dibujar, pero nunca nunca nunca de manera tan extraordinaria, tan llenos de mirada sobre el mundo, tan cargados de proyecto visual y de cuidado, tan plenos de deseo de expresión, tan llenos de infancia.

La verdad es que había tratado muchas veces de poner palabras sobre aquello que vi —y con tanto empeño quise retener en mí—, pero siempre había desistido. Como antes, ahora tampoco me parece posible hacer justicia a lo extraordinario de aquella manera de dibujar, de aquellas manos y ojos, de tanta infancia resistiendo, pero me decido, empujada por las palabras de Guillermo, a compartir algunas de las fotografías que tomé aquella mañana.

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Guillermo es originario de una de las aldeas del municipio de San Jacinto en Chiquimula, Guatemala, y fue esto lo que dijo en Ciudad de México y yo pude escuchar: “Yo fui un niño de la biblioteca de calle en mi aldea en los años 70, cuando Guatemala se encontraba en guerra. Gracias a las bibliotecas que llegaban yo podía dibujar en una hoja en blanco. Era un momento de paz. Mi país sufría mucho y nosotros los niños no teníamos una luz. Esta hoja en blanco me abrió muchos caminos, me dio muchas luces. Muchos niños en el mundo necesitan esa luz. El simple hecho de tener una hoja en blanco era mucho para mí. Ver esos libros hermosos que llevaban era para mí soñar… era soñar en un mundo diferente, era soñar que, como niño, yo tenía derechos también. Puedo decir que gracias a esa biblioteca soy quien soy: soy un profesor de escuela primaria… me gusta pintar… y fue la biblioteca de calle la que me enseñó eso, la que me dio muchas luces para seguir. Si nos unimos, podemos llegar a muchos niños».

Supongo que pueden imaginar hasta qué punto sus palabras iluminaron aquel momento que yo había atesorado durante tanto tiempo. No las comparto ahora a modo de conclusión: no concluyen, no explican, no nos permiten estar en paz con lo intolerable, no justifican lo que hacemos, no acaban con nuestras preguntas sobre nuestros pasos, no nos quitan de la impaciencia, no nos calman… pero iluminan, dan luz, nos animan a seguir ofreciendo hojas en blanco a la esperanza, nos animan, sobre todo, a mirar a cada niño dibujar con la misma pausa que ellos dibujan, a mirar cada dibujo con la pausa de las manos de nuestros niños de la supervivencia, con la lucidez de sus ojos: un niño, un niño enfermo y un amigo llevándole flores, una escuela, dos coches, un terreno de juegos, un campo de fútbol y una casa, un niño y una niña de la mano, un trazo, una hoja en blanco, una hoja en blanco.

Un niño que dibuja en una hoja en blanco.

Hojas en blanco para los niños de la supervivencia.

Hojas para la esperanza, y seguir.

Seguimos.

Beatriz Monje Barón, Puerto Príncipe / Ciudad de México

en twitter @beatriz_monje_

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lámpara maravillosa

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Ocurre algunas veces que dos seres humamos se entienden de inmediato, como si hubieran sido ambos capaces, en tan solo unos segundos, de leer los secretos del corazón del otro.

Era sábado de Biblioteca de Calle en uno de los sectores más castigados por la pobreza en la capital guatemalteca. El barrio se levanta a lo largo de una sola calle de tierra; a mano derecha, una quebrada pone a todos sobre aviso de la cercanía del abismo. La biblioteca se instala en un pequeño terreno vacío a pocos metros de la entrada del barrio. Un puñado de niños nos recibe, impacientes de historias. De inmediato comienzan algunos de los animadores a preparar el espacio y los libros; otros caminan en busca de todos los niños y todas las niñas.

David me invita a acompañarle. Calle abajo, toca las puertas, saluda a adultos y niños, platica y anuncia la llegada de la biblioteca. Algunos patojos se unen inmediatamente a esa suerte de procesión hacia los libros en la que va progresivamente convirtiéndose el caminar de David; otros explican que todavía están preparándose y se unirán a su vuelta. Sigue la bajada hasta el final de la calle. Yo estaba de visita en Guatemala y era mi primera vez en el barrio. Mientras camino, ya rodeada de niños y tomada de la mano, pienso que, aún estando en medio de la ciudad, los barrios de la pobreza siempre parecen estar al final, al límite, al margen de todo… así insiste la quebrada mientras unos y otros trabajan: preparan atole para salir a vender, apilan el cartón rescatado de la basura, peinan a los niños, lavan la ropa…

En una de las casas hay una niña de unos ocho años que asoma su cabecita a través del espacio que queda entre el techo y la puerta, ambas de lata. David habla con ella y Lucía explica que su mamá trabaja desde el día anterior y ella cuida a su hermanito de tres años; la casa estaba cerrada y no tenían permiso para salir. Su abuelita —explica Lucía— vive muy cerca y quizás pueda darle permiso. “Va pues —decimos— vemos a la vuelta si se puede”, y seguimos la bajada hacia más niños. De regreso, caminamos en el alboroto de los numerosos patojos a nuestro alrededor. Ahora está también Vivi con nosotros, otra de las animadoras de la biblioteca. Lucía sigue encaramada a la puerta de su casa. Me conmueve profundamente lo visible de sus esfuerzos de niña valiente para no romper a llorar mientras nos dice que no vio a su abuelita y no podrá venir. También yo me esfuerzo para ser valiente y seguir nuestro camino hacia la biblioteca.

Años antes, yo había participado en un grupo de trabajo durante la investigación-acción participativa La miseria es violencia en el que unas madres describían justamente esto: tener que salir a trabajar y dejar a los niños solos en casa, tener siempre miedo de que algo les pase, estar obligadas a correr tales riesgos para buscar el alimento, tener que elegir entre el peligro de dejar la casa abierta y que la violencia entre, o cerrar la casa y que algo les pase dentro, salir de casa con los niños aún dormidos y regresar por la noche con ellos dormidos de nuevo, dejar a los hijos mayores a cargo de los pequeños y ser en realidad todos pequeños… todos estos riesgos para la supervivencia, peligros que a penas se esquivan para la supervivencia que a penas se logra… Todo esto me lo había dicho de nuevo el rostro de Lucía en unos pocos minutos, y también su profundo deseo de venir con nosotros al encuentro con los libros.

Ya en el espacio de biblioteca, hablan David y Vivi sobre Lucía. David agarra unos libros y retoma el camino hacia su casa para cumplir la promesa que acabábamos de hacerle Vivi y yo: leer para ella cuentos desde fuera. Yo me quedo en la biblioteca junto al resto de animadores, y un grupito de niños se reúne a mi alrededor. Al ratito, como por arte de magia, veo llegar a Lucía junto a otros dos niños; se acerca a mí rápidamente, abre los brazos y sonríe una sonrisa inmensa sin decir una sola palabra. Yo también sonrío y abro los brazos, y nos abrazamos como si acabáramos de salir las dos victoriosas de una gran aventura, como si acabara de cumplirse para nosotras nuestro deseo común para el genio de la lámpara maravillosa, como si esos minutos de conocernos a la puerta de su casa hubieran sido suficientes para leer todos los secretos de nuestros corazones… Su abuelita había regresado y David había podido hablar con ella para traer a Lucía, a su hermanito y a su tía, también niña pequeña. Tras nuestro abrazofiesta, los tres se sientan a mi lado, junto a los otros niños que ya me acompañaban, y leemos y después cantamos y después juntos hacemos la actividad manual que se había preparado.

Durante más de diez años participé semanalmente en una Biblioteca de Calle, primero en Madrid, después en Londres. Ahora lo hago a menudo durante mis viajes con motivo de mi responsabilidad en el seno de la delegación de ATD Cuarto Mundo para América Latina y el Caribe. A lo largo de los años, he atesorado numerosos momentos que dan testimonio de lo que permanece intacto en el corazón de los niños a pesar de la dureza de la vida en la miseria, la infancia intacta en ellos a pesar de las dificultades a las que tienen que hacer frente. Nuestra suerte compartida son estos espacios en los que eso que es esencial y permanece en cada niño y cada niña puede abrirse, mostrarse, celebrarse, crecer… estar en la luz. En Guatemala, David, Vivi, Nathalie, Cristina, Miriam, Lorena, Delphine, Guillermo… animan cada semana la Biblioteca de Calle de ATD Cuarto Mundo y junto con los niños y niñas frotan y frotan la lámpara maravillosa de Aladino, logran hacer salir al genio, salir victoriosos, compartir lo que cada uno lleva en su corazón. De esta manera se suman las Bibliotecas de Calle a los esfuerzos que cada día hacen las madres y padres en situación de pobreza para construir un futuro mejor para sus hijos.

Tras el rato de lectura y el canto, llega la propuesta de actividad manual. En esta ocasión, se trata de un corazón para celebrar el día de la madre. Lucía prepara su corazón de cartulina al tiempo que ayuda a su hermanito a hacer el suyo, y después dibuja otros muchos corazones y escribe: «Mami te amo. Te amo mami. La adoro mami».

Lucía, su hermanito y su pequeña tía aprovechan la biblioteca hasta el final. David va a acompañarles hasta su abuelita, y así compartir con ella sobre lo que los niños vivieron durante la mañana. Antes de irse, Lucía abre de nuevo los brazos y nos reúne a los cuatro en un solo abrazo. Sus bracitos de niña de ocho años son infinitos, plenos de fuerza y ternura. Agradezco conmovida a los tres niños y les digo “He sido muy feliz hoy con ustedes”. Lucía sonríe y nos abarca de nuevo a todos en un último abrazo: celebración de los cuentos compartidos y los secretos de nuestros corazones, de la Biblioteca de Calle, sus niños, los padres y los animadores, del reconocimiento y el amor para su madre que lleva entre sus manos, de toda la belleza e infancia que hay en Lucía, lámpara maravillosa.

Beatriz Monje Barón, Ciudad de México / Guatemala

en twitter @beatriz_monje_

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¿acto de caridad, de justicia o de humanidad? ¡Las Patronas de Veracruz!

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Hace más de veinte años, unas niñas preguntaban a sus padres, trabajadores de la tierra, por las personas que viajaban encima de los techos de ese tren carguero que atraviesa México de Sur a Norte, ese que desde siempre pasaba cerca de La Patrona, su comunidad: ¿quiénes son, de dónde vienen? No pensaban entonces que esas sus preguntas de niñas las convertirían, años más tarde, en Las Patronas de Veracruz… No eran conscientes entonces de estar siendo testigos de una de las complejidades de la sociedad actual: «la migración no como derecho sino como un privilegio para quien lo pueda pagar», según ellas mismas lo dicen ahora.

Años más tarde, estas mismas niñas, ya jóvenes muchachas, caminaban cerca de las vías del tren cargando una bolsa de pan y leche. De pronto, una de aquellos que viajaban sobre el tren pidió lo que cargaban. Ellas, haciendo caso a ese llamado, aventaron su bolsa hacia él con la sola intención de ayudar. «Habíamos entendido, sorprendidas —según lo explican ahora—, que los viajeros traían hambre». Así empieza la historia de Las Patronas.

Después de aquello, las muchachas y otras mujeres de sus familias decidieron juntarse y organizarse. Eran campesinas que vivían en una comunidad que no destacaba por su bienestar material; sin embargo, decidieron actuar a sabiendas de que no recibirían nada a cambio… más aún, a sabiendas de que esa decisión las llevaría a compartir su compra del día, la que había de alimentar a sus propias familias. «Esas personas traen hambre, ¿qué vamos hacer?». Una dijo: «yo traigo un kilo de arroz»; otra: «yo los frijoles»; la otra: «yo las tortillas»… Así, sin escatimar esfuerzo alguno y con una enorme valentía, se precipitaron a apagar el hambre.

Desde entonces, ante el silbido del tren, las patronas se paran y se colocan a lo largo de la vía del tren todos los días; junto a ellas, las carretas que transportan las bolsas de comida que han preparado: un poco de arroz, frijoles, tortillas, pan y, sobre todo, botellas de agua. ¡Cada bolsa está preparada con mucho cuidado y esmero!, ¡cada bolsa es símbolo de una solidaridad profunda!

El tren, repleto de migrantes, se aproxima a gran velocidad… el ruido es estremecedor. Una concentración máxima se instala porque el más mínimo error puede traer graves consecuencias para ellas o los viajeros. Listas, con los brazos tendidos hacia arriba y las manos llenas de bolsas de comida y botellas de agua; los migrantes, encaramados en las escaleras del tren, toman lo que pueden. A menudo, el maquinista no reduce la velocidad, pero en cuestión de segundos, la increíble agilidad y admirable determinación de las patronas trata de cubrir el mayor número de vagones posible, ofreciendo un poco de alivio a los que llevan varios días sin probar alimento.

En medio del estruendo que provoca el tren, se dejan oír multitud de gritos de migrantes: «¡Gracias!», «¡Dios la bendiga, madre!». Ellas, en un respiro de alivio, sonríen por un instante y ven alejarse a la bestia que sigue su rumbo con el mismo ruido estremecedor.

Las patronas saben que no son esos pasajeros comunes: les espera todavía lo incierto. ¿Cuántos llegaran a destino, cuántos se quedaran en el camino? Todos ellos, incluso los muy jóvenes, son portadores de una historia de vida, portadores de esperanzas y sueños… Ellas saben que, durante ese trayecto incierto, algunos serán asaltados; otros, durmiéndose por el cansancio del viaje, serán mutilados o encontraran la muerte cayendo del tren; otros secuestrados o asesinados…

Ellas, ahí bien paradas, no se dejan desanimar por el paso de esa bestia; toman nuevamente sus carretas vacías y caminan de regreso a la comunidad a preparar el día siguiente, a seguir apagando el hambre sin desfallecer… ¡Así todos los días durante casi 22 años!

Junto a dos amigas, encontré a las Patronas hace solo unas semanas en un evento en la Ciudad de México organizado por la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Se empezó proyectando el documental «Héroes cotidianos». Al finalizar, podía sentirse el silencio absoluto y la emoción indescriptible de ese auditorio repleto de jóvenes universitarios y profesionales. Nora Romero, una de las niñas de entonces y hoy en día responsable de Las Patronas, introdujo el diálogo todavía invadida de la emoción del instante: «Nos debe lastimar en lo más hondo de nuestra humanidad cuando vemos alguien sufrir».

Hoy en día el grupo está formado por más de quince mujeres. A lo largo del tiempo, sus bolsas de comida se han ido enriqueciendo con una lata de atún, unos dulces y algunos pasteles… Ellas no han deseado constituirse como asociación u ONG, tampoco han querido recibir ayudas gubernamentales o de partidos políticos. «Queremos —Nora explica— seguir siendo lo que somos. Queremos seguir actuando con lo que tenemos y para eso hay que echarle ¡muchas ganas!»

Un escalofrío, mezcla de admiración y esperanza, me invadía al escuchar su testimonio. Me preguntaba si su labor representaría un acto de caridad, de justicia o de humanidad. Pensaba en el sentido de estas palabras, pero, sobre todo, aprendía que cualquiera que fuesen sus sentidos, cualquier acto de rebeldía ante el sufrimiento se desata en el momento mismo en el que decidimos dar un paso, por más sencillo que sea, en el momento en el que decidimos actuar como rebeldía… mezcla de humanidad, justicia e intolerancia al sufrimiento.

Nora continuó dirigiéndose al auditorio: «No tuvimos la suerte de hacer estudios universitarios, por eso yo hablo en sencillo, sin complicaciones. Hemos actuado de manera sencilla, hemos actuado por humanidad». Uno de los participantes aumentó: «Ese acto sencillo de ofrecer tortillas o simples frijoles, responde al derecho incondicional de comer todos los días».

¿Qué podemos hacer nosotros? preguntó después un joven estudiante universitario. «¡Sean buenos profesionales —respondió Nora— humanicémonos! No basta con estudiar, hacen falta ideas nuevas y humanizadas. La mayoría de las personas que viajan en La Bestia son jóvenes como ustedes. Para mí, una de las soluciones a la complejidad de este tipo de migración parte ante todo de nuestras comunidades ahí donde vivimos, aprendamos a comprometernos creativamente en ellas mismas».

Encontremos inspiración en los numerosos documentales que ponen en relieve esta hermosa y admirable experiencia. Conozcamos y multipliquemos el testimonio vivo de Las Patronas de Veracruz. En sencillo —lo dijo Nora— ¡humanicémonos y actuemos!

María Julia Pino, Ciudad de México

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lo vi de nuevo

Muy temprano por la mañana, suena el timbre de la casa. Es miércoles, el día en que la Casa Cuarto Mundo en Guatemala ciudad estaba abierta para permitir un respiro a las personas que viven y trabajan en la calle. Cargando un bolsa con su ropa para lavar y algunos alimentos que habían recuperado, algunos de los jóvenes que conocíamos se acercaban para tomar una taza de café, bañarse, escuchar música, utilizar la computadora o simplemente dormir por un momento: tiempo para descansar o retomar fuerzas.

A menudo, sus apariencia física era particular a causa del fuerte consumo de solventes que había provocado daños irreversibles en su cuerpo. Con frecuencia, las personas huyen de ellos nada más verlos. Cualquiera podía decir que pasaban todo el día tendidos en la calle, pero los que conocen su cotidianidad saben que también hacen esfuerzos para sobrevivir a través de pequeños trabajos que algunas personas del barrio les confían. A pesar de que no era fácil poder trabajar, se esfuerzan por conseguir para el día a día.

En aquella época, uno de ellos apoyaba a una mujer que salía todos los días a vender jugo de naranja en el barrio. Él se encargaba de sacar la mesa, los bancos y todo lo que ella necesitaba. Preparaba el lugar de la venta. Algunas veces, pudimos verlo cargar la carreta con todas las cosas. Se levantaba temprano para hacer su trabajo. Era lo que le permitía ganarse unos pocos quetzales al día. Luego se iba cerca de los camiones que traían la basura. Allí podía recuperar algunas cosas o simplemente encontrar algo para comer. Decir que “encontraba algo para comer” significa que rescataba aquello que otros habían desechado, por lo regular, la comida que estaba ya caducada.

Cuando en la casa Cuarto Mundo preparaba su comida, había que soportar el fuerte olor a descomposición que emanaba de su preparación. Era algo que me indignaba siempre, ¡qué injusticia que en este mundo muchos en la calle viven de las cosas que otros tiran, y no siempre en buen estado! No había manera de convencerlo de no comerla, aun cuando estaba descompuesta, para él aun era posible de rescatarla, y de todas maneras iba a comerla. En medio de esta dura e insoportable realidad este joven compartía la comida con sus amigos. Siempre lo veía sacar dos o tres platos para servir a los otros.

Hace unos días pensé nuevamente en él. En una calle de París, un grupo de seis o siete personas estaban casi dentro de un bote enorme de basura. Al principio no entendía bien qué hacían allí, tratando de dar vuelta al bote. Un minuto después lo supe: estaban queriendo sacar las frutas, verduras y el pan que los trabajadores de un supermercado cercano habían tirado. Seguramente era la hora habitual de hacerlo. Todos tenían sus bolsas listas para llenarlas. Pero también había algo de particular en la escena: se podía decir que estaban organizados de tal manera que se repartían lo que sacaban. En un momento, algunos de ellos tomaron su bicicleta y se fueron. Los que quedaron tomaron el tiempo para ordenar el producto y ponerlo en las bolsas y volver a poner el bote en su lugar. Después de unos minutos, el recipiente estaba completamente vacío.

No importa si es cerca de un basurero, a la puerta de un supermercado, o en una pequeña o gran ciudad; la misma escena, con diferentes protagonistas, será vista alrededor de los lugares destinados para la basura, lugares que se convierten en posibilidades inmediatas para sostener a gran cantidad de familias tocadas fuertemente por la miseria. Porque lo desechable para algunos será el rescate de otros.

Elda García, Guatemala/Francia

 

caos: una nueva oportunidad para construir humanidad

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No es de extrañarse que a través de las noticias nacionales e internacionales se conozca de hechos que atenten contra las personas, en contra de sus derechos. En estos últimos días los términos de “discriminación” y “racismo” pasaron a su plano más álgido y no solo como parte de discursos. En esta oportunidad me referiré a los Estados Unidos, la tierra de la diversidad cultural con el mayor número de personas inmigrantes en el mundo.

Cuando hablas con gente hispana sobre Estados Unidos de América surgen muchos temas de diálogo, se sabe que en dicho país se puede llegar a tener ingresos muy altos por el trabajo a realizar. Sabemos que se autonombra defensor de la paz y la democracia. Casi de manera natural viene a nuestras mentes los nombres de las mejores universidades como ser Harvard, Stanford o Berkeley. Uno de los países líderes en investigación científica y tecnológica.

¿Qué hay detrás de todas estas fortalezas y oportunidades? Las buenas noticias sobre este paraíso terrenal llegan por gentileza de los medios de comunicación, pero estos medios no nos informan que 20,8 millones de personas en este país viven en lo que denominan pobreza severa (datos de la Oficina del Censo de EE. UU – 2014). Ignoramos que es el país con mayor número de bases militares desplegadas por el resto del mundo. No sabemos sobre la gran diferencia que existe entre la educación pública y privada, no conocemos sobre las dificultades que atraviesa la mayoría de los jóvenes para poder acceder a una educación universitaria. Simplemente nunca nos informaron sobre movimientos sociales como Ocupa Wall Street o Act Up, ni el fuerte trabajo político que realizan las Panteras Negras o la Organización Nacional de Mujeres en favor de los derechos.

Por la magia del cine y la televisión imaginamos que en Estados Unidos los afroamericanos tienen las mismas oportunidades que los blancos, que las personas homosexuales no sufren violencia ni discriminación, que los transexuales son aceptados y que los inmigrantes realizan sus sueños en la tierra de las oportunidades. Naturalmente esta imagen que se tiene es fruto de la lucha por los derechos de las minorías, gracias a grupos de personas visionarias se lograron muchos avances en las leyes y derechos.

Sin embargo, con las recientes elecciones presidenciales de Estados Unidos la realidad llega y nos abre los ojos ¡Cual si fuera un duro golpe! la victoria de Donald Trump revela que aquel paraíso ideal no era tan real, que detrás de esa población respetuosa de su ley existía gente que reprimía su odio, su intolerancia y su falta de empatía. El resultado es que ahora estudiantes cantan a sus compañeros hispanos ¡que se construya el muro!, niños y adolescentes empiezan a amenazar a sus compañeros afroamericanos, militantes del Ku Klux Klan lanzan sus mensajes de supremacía blanca, en distintos espacios se van generando una serie de ataques racistas y para colmo de males las empresas petroleras preparan sus planes más repudiados para ponerlos en práctica.

Asimismo, en contraste a estos hechos surgen movimientos en contra del racismo, discriminación, el sexismo, la homofobia y el nacionalismo blanco. Protestas de personas que valoran la individualidad de la gente, más allá de las preferencias sexuales, color de la piel o nacionalidad, con carteles como: “Los inmigrantes han hecho América grande”. Esta valoración que nos dignifica como seres humanos, capaces de construir un mundo mejor. Ahora en Estados Unidos se organizan marchas de manifestantes en defensa del acuerdo sobre cambio climático COP22, estas personas expresan la importancia de que sus voces sean escuchadas a la hora de tomar decisiones; de manera paralela muchos grupos sociales van cuestionando su actual democracia y van proponiendo cambios que permitan mejorarla. Algo se está activando y pienso que cada uno de nosotros estamos llamados a actuar desde nuestros espacios, desde nuestros países, desde nuestros barrios, debemos generar reflexión porque aquello que sucedió en Estados Unidos es similar en mayor o menor grado a lo que vivimos en cada uno de nuestras realidades.

De manera personal pienso que la victoria de Trump es una oportunidad para que los ciudadanos estadounidenses vean la realidad social en la que viven y que pueden cambiar el curso de su historia. Esta victoria nos pone de frente ante la pobreza, y es que mientras existan millones de personas en esta situación no se puede hablar de un auténtico bienestar. Si bien es una época de riesgo para las minorías también es una oportunidad para retomar la lucha y no volver a abandonarla, para trabajar la transformación individual y colectiva por una autentica sociedad que respete la diversidad y los derechos de las personas.

Propongo que la experiencia de Estados Unidos nos permita auto-evaluarnos como sociedad. El racismo no sólo es una cuestión que se da a través de terceros… , ya hablé en un artículo anterior de ese  “mejorar la raza” a través del que desvalorizamos nuestra condición como seres humanos.Salgamos del letargo en que a veces vivimos, concretemos los cambios que necesitamos para que todas y todos podamos vivir dignamente en el ejercicio pleno de nuestros derechos humanos. Que a partir del caos reaccionemos y construyamos una nueva forma de humanidad, donde nadie sea relegado.

Marcelo Vargas Valencia, La Paz

(c) ATD Cuarto Mundo

donde por luz te tengo

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Georgina Simmonds

 

Algunas personas creen que la magia no es real,
pero un pájaro canta: ¿qué hay acerca de los sueños?

Quizá me puedas decir que un unicornio es falso,
pero un niño dice: ¿qué hay acerca de los sueños?

What about the dreams? Draco Laca

Desde hace casi veinte años convivo con niños, adultos y familias enteras en situación de pobreza, primero en los barrios muy pobres de la periferia de Madrid, después en pleno corazón de Londres, y ahora en los diferentes países de América Latina y el Caribe en los que ATD Cuarto Mundo está presente.

No hay nada hermoso en la violencia que es la vida en la pobreza, y sin embargo, a lo largo de todos estos años, he sido testigo de cómo los más pobres buscan y crean la belleza en sí mismos y en el entorno hostil en el que viven. Mientras escribo, numerosos ejemplos vienen a mi mente: una mujer que cuida flores en la puerta de su vieja casa hecha de madera recuperada; un hombre que alegra la habitación de su hijo con pinturas encontradas en la basura; una anciana que hace ganchillo para vestir a sus niños Jesús; un padre que recupera del vertedero rollos de tetra-briks para hacer mantelitos para los estantes de su casa de lata; una familia entera que coloca la leña a modo de escultura dentro de la casa; otra familia que coloca las mantas durante el verano bien dobladas unas encima de otras, combinando los colores y a la vista de todos; unos niños que cuelgan sus dibujos en la parte más alta de las paredes de su casa, donde más se ven y parecen más a salvo; una madre que barre sin cesar su casa de piso de arena… Cuando los miramos desde lejos, es difícil encontrar belleza alguna en los hogares que se ven obligados a habitar las familias más pobres; desde cerca y al detalle, podemos notar fácilmente esa pulsión por la belleza que hay en cada uno de nosotros, ese deseo de lo hermoso que permanece en cada ser humano incluso en las circunstancias más adversas.

De todos esas cosas que sólo se ven de cerca, no ha dejado de maravillarme a lo largo de los años el deseo de escribir poesía de tantas personas pobres que he conocido, como si ellos —sin haber estudiado literatura o haber tenido oportunidad de aprender junto a otros, a veces incluso sin haber logrado leer o escribir— supieran más que nadie sobre la capacidad de un poema para trascender la realidad, para alcanzar en el otro un lugar verdadero, para permitirnos una forma particular de exactitud con la palabra.

Hace unos días, he recibido desde Madrid un libro de poemas escrito por Antonio Jiménez, a quien conocí hace veinte años en el barrio en el que vivió de niño. No olvido sus ojos apasionados y la fuerza de sus juegos y rebeldía, y recuerdo perfectamente el día en el que Antonio me dijo que por fin conocía todas las letras del abecedario, que ya solo le faltaba juntarlas. Algunos años después, celebramos que Antonio ha logrado juntar todas las letras y ofrecernos Avenida de la Gavia, un libro cargado de verdad y encuentros con la belleza.

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Los golpes que en medio de la noche hacen temblar mi puerta
vienen de la mano del frío.
Con el aliento congelado vienen
para arrancarme,
para arrastrarme las bestias al campo sembrado,
donde por luz
te tengo.

Avenida de la Gavia. Antonio Jiménez

La lectura del libro de Antonio me hace pensar de inmediato en otras personas que en medio de la pobreza buscan también la palabra y la belleza a través de la poesía: en Georgina Simmonds, mujer que camina Londres siempre con una libreta en la mano, que participa siempre en todo lo que ocurre a través de la escritura y la lectura de un poema, como única manera posible para ella de estar en un lugar desde la libertad de palabra; en Emilio ‘Draco Laca’, joven que conocí hace un tiempo en un penal de menores en México; en las mujeres y hombres pobres que quisieron salir de las sombras a través del libro de poemas Out of the Shadows; en Raquel Juárez, guatemalteca en resistencia sostenida a través de su trabajo mal pagado y su vocación de poeta, en busca de mi talento, según lo dice ella.

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Cuando miro que ya el sol se va metiendo,
pienso que pronto va a hacer frío
y me pongo a abrigar a mis pequeños
para que no tengan frío ni se enfermen.

Raquel Juárez

Cada uno de nosotros deberíamos tener los medios para desarrollar nuestro potencial, para salir al encuentro de nuestro talento, para dar lo mejor de nosotros mismos. Cada uno de nosotros deberíamos tener la posibilidad de realizar nuestra aspiración de belleza sin tener que agotarnos haciendo frente a los innumerables obstáculos que presenta la vida en la pobreza. Como millones de personas en el mundo, Georgina, Raquel, Emilio y Antonio lo tienen mucho más difícil que quienes no conocemos la pobreza, y sin embargo, en medio de la batalla por la supervivencia que se ven obligados a librar cada día —las interminables caminatas buscando chatarra para re-vender; las largas horas lavando ropa ajena; las humillaciones que vienen con las ayudas sociales; la energía necesaria para protegerse de la violencia de los barrios; los sacrificios para que el alimento alcance para todos; el peso del agua que es necesario cargar hasta el hogar… —, ellos buscan también la belleza y la realizan; obligados a convivir con tanta fealdad, ellos buscan la belleza como forma de resistencia, lo hermoso con la urgencia de los que saben que no les será regalado, que serán ellos mismos, sus manos hacedoras, quienes habrán de crearlo. Si miramos de cerca, podemos notar fácilmente esta búsqueda incansable, y ahí, en nuestra aspiración común, reconocer la humanidad que compartimos.

Beatriz Monje Barón, Ciudad de México

en twitter @beatriz_monje_

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                                                                                                       Out of the Shadows. Georgina Simmonds.

 

 

resistencia & togetherness

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[Read it in English]

Conocí a Rita y Graham Edwards en Londres en el año 2000, al poco de llegar yo a vivir y trabajar a esa ciudad extraordinaria que tantas veces nos daba la impresión de poder albergar todos nuestros sueños.

Por aquel entonces, Rita y Graham ya eran miembros muy activos de ATD Cuarto Mundo en el Reino Unido. Ellos, que tenían que luchar tanto para sobrevivir a la pobreza, participaban llenos de entusiasmo en los numerosos proyectos que se inventaban con el objetivo de incidir en las políticas sociales del país, y eran de los que no perdían oportunidad de atraer a otros, personas pobres como ellos que podrían tomar fuerzas del combate colectivo. Aún hoy me acuerdo muchas veces de cuánto repetía Graham que todo se trataba de togetherness, un estado o sentimiento que tiene que ver con estar cerca los unos de los otros, con estar juntos… una de esas palabras en inglés que resultan tan difíciles de traducir al español y que una vez conocidas no dejamos de necesitar.

Muy poco tiempo después de mi llegada, Rita y Graham se mudaron en busca de una vida mejor a Hull, una ciudad al noreste de Inglaterra. Es difícil imaginar la desesperación que pudo haberles hecho creer que lograrían un mejor futuro allí, en la ciudad más pobre del Reino Unido según la mayoría de la mediciones.

En medio de aquel barrio asediado por la pobreza extrema en el que se instalaron, Rita y Graham crearon muchos vínculos, lazos de amistad que eran fuertes en solidaridad, pero también precarios, debilitados por las tensiones que provoca la supervivencia, por las necesidades de todos, por el hambre y el frío, ¡qué frío tan cortante en aquellas calles de vieja ciudad portuaria que ya no tiene trabajo que ofrecer a nadie!

A pesar de la fragilidad de aquellas relaciones incipientes, con el deseo de ser capaces de fortalecerlas, Rita y Graham compartían incansablemente con sus vecinos sobre ATD Cuarto Mundo y nuestra manera de concebir la lucha contra la pobreza: movimiento de unidad y combate fraternal y colectivo, movimiento de personas que pone el pensamiento de los más pobres en el centro de toda acción, lugar en el que cada uno puede dar lo mejor de sí mismo. Más allá de su vecindario, buscaron también alianzas con organizaciones locales, iglesias y movimientos sociales. A pesar de su vida cotidiana, fuertemente golpeada por la pobreza, ellos fueron capaces de construir togetherness y organizarse alrededor de varios proyectos de participación política que podrían cambiar algunas cosas.

Graham llamaba muchas veces a la sede en Londres para hablar de todos aquellos proyectos. Con el entusiasmo que le caracterizaba, decía siempre al principio y al final de cada conversación “Hull is growing!”. A través de aquella frase que repetía —»¡Hull está creciendo!»— Graham estaba hablado de ver crecer los lazos personales y lograr que otros se unieran al proyecto de ATD Cuarto Mundo, así medía él el crecimiento de la ciudad. Un día, Rita y Graham nos hablaron de un nuevo proyecto: unir personas y recaudar fondos para levantar en el cementerio de Hull una losa en memoria de todos los pobres que habían sido enterrados en una fosa común, sin losa que marcara su existencia con su nombre. Aunque decidimos desde el principio acompañarles en el proyecto, ahora no estoy segura de que entonces hubiéramos entendido realmente su profundidad. Han sido, creo yo, una serie de acontecimientos posteriores los que me lo han permitido y me motivan hoy a escribir.

Rita y Graham lograron convencer a otros y reunir el dinero necesario para inaugurar, el 17 de octubre de 2002, en el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, una losa en el cementerio que decía: “En homenaje a todas las personas de Kingston upon Hull enterradas en tumbas sin nombre”.

Unos meses después, tuve oportunidad de visitar con ellos el cementerio. Apenas llegando, vimos desde el portón de entrada a una anciana que caminaba muy lentamente unos metros delante de nosotros, tambaleándose levemente con un ramo de flores en su mano izquierda. Todavía desde lejos, vimos a la mujer dejar sus flores en una losa de color negro, junto a otras que ya estaban ahí. Estando ya lo suficientemente cerca como para leer, descubrí por fin que se trataba de la losa de los muertos sin nombre. Ahí vimos a la mujer hablar o rezar y ahí mismo me explicaron Rita y Graham cuantísimas personas llegaban para cuidar la losa, para ponerle flores, para tener por fin lugar en el que honrar a sus muertos. Después, en la capilla del cementerio, recorrí conmovida el libro de oro en el que se invitaba a los vecinos de Hull a escribir los nombres y apellidos de sus muertos, de los que habían sido enterrados sin nombre. Decenas de páginas con cientos de nombres de personas por fin nombradas y mensajes que repetían que aquella losa era un acto de justicia y reconocimiento que permitía a los familiares y amigos vivos un poco de paz.

Unos años después, Rita y Graham quisieron hacer un álbum que contara la historia de su combate personal y familiar contra la pobreza, como manera de dar testimonio y situar la historia de una familia pobre, la suya, en la historia de la humanidad. Un miembro del equipo de ATD Cuarto Mundo les acompañó en ese proyecto, invirtiendo juntos horas y horas para grabar y transcribir relatos. El resultado fue un álbum bellísimo del que se hicieron varias copias, y después momentos de difusión alrededor de ese álbum y de ellos mismos. Una noche, en nuestra casa, un pequeño grupo de personas nos reunimos para escuchar a Rita y Graham alrededor de su álbum. Aquella noche supe de la muerte prematura de uno de sus hijos, una niña que tuvieron que enterrar en una fosa común sin nombre. Nada habíamos sabido de la pequeña Amanda durante el año de unir personas alrededor de la losa del cementerio, pero allá estaba la fotografía de Amanda y, una páginas más tarde, la fotografía de la losa. Ahí estaban las dos en el álbum que contaba su historia, en el álbum que daba sentido a su sufrimiento y su lucha. Ahí estaba la justicia posible realizada, no sólo para la pequeña Amanda, sino para otros también.

Graham murió a los cincuenta y pocos años, no mucho después de haber acabado aquel álbum, era todavía demasiado joven, pero la muerte llega a menudo pronto a los cuerpos que han sido tan castigados por la precariedad. Rita y todos los miembros de ATD Cuarto Mundo en Londres nos movilizamos con el propósito de reunir el dinero para grabar su tumba, como forma visceral de oposición a la miseria sin fin, a la injusticia que no se acaba si no hay quien le pone freno. Poco después murió Rita, de nuevo sin haber pasado los sesenta. La enterramos junto a su esposo y logramos también entonces grabar su nombre en la losa.

Como círculo que se cierra, como final para mi propio entendimiento, como suerte de homenaje a la comprensión a la que me empujaban Rita y Graham, un trabajo de investigación me llevó de nuevo a un cementerio. Allí vi con mis propios ojos el lugar para la muerte de los pobres: ni tumbas, ni losas, ni nombres, ni el verdor de los cementerios de Inglaterra, solamente montículos de arena sin ningún tipo de marca, apenas perceptibles cuando ya había pasado algo de tiempo; una metáfora del abandono de parte de una ciudad que da la impresión de poder albergar todos los sueños.

Ahora me cuesta entender cómo no pude sentir desde el principio toda la profundidad del proyecto de Rita y Graham, todo lo que había de resistencia en aquel proyecto. En realidad, me doy cuenta de lo invisible que es a nuestros ojos esta resistencia que practican los más pobres a lo largo de su vida, para sí mismos y para otros; de lo invisible que nos resulta esta cultura de resistencia a la injusticia y la violencia, esta cultura que es hilo conductor para sus vidas, manera de seguir en pie y construir togetherness.

A pocos días de un nuevo 17 de octubre, Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, escribo sobre Rita y Graham Edwards para subrayar la vida y no la muerte, para decir que hay en esta resistencia a la injusticia y a la violencia una cultura que yo anhelo para cada uno de nosotros, un don del que el mundo no puede prescindir, un motor de cambio que puedo elegir yo también poner en marcha.

Beatriz Monje Barón, Reino Unido / Ciudad de México

en twitter @beatriz_monje_

 

 

 

cuando recibir se convierte en una vergüenza

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Joseph Wresinski, fundador de ATD Cuarto Mundo, escribe en su texto Compartir: “Por pobres que fuésemos, si un pobre golpeaba la puerta me decían: mira, anda toma un trozo de pan y algunos céntimos y se los das a ese pobre que ha tocado la puerta.”

Cuando lo leo, no dejo de pensar en las palabras de doña Mónica: “Nosotros también podemos dar, porque los pobres no estamos solamente para poner la mano y recibir”. Esta afirmación de doña Mónica me trae al recuerdo la cantidad de veces que fui testigo de los gestos que se hacían entre las familias de la comunidad donde vivíamos en Guatemala. A menudo, no se trataba de que la familia que decidía apoyar a otra familia tuviera “mucho más”; muchas veces estaban en el mismo estado de precariedad y aun así se ponían al servicio de los otros. Estos gestos no solamente estaban relacionados con el dinero, con la ropa y la comida, iban más allá, sobrepasaban el presente, porque lograban proyectarse hacia el futuro, con el deseo de ver al otro en una mejor condición.

Uno de los muchos ejemplos que viene a mi memoria es el de Doña Julia. Ella vivía muy de cerca la dura realidad que afrontaba su vecina con sus hijos en la escuela. Estando sola, su vecina no había logrado que sus tres hijos mayores pudieran seguir estudiando, era imposible asumir los gastos que a diario necesitaba hacer. Ahora, su cuarto hijo había ganado sexto grado de primaria y estaba motivado para seguir sus estudios. Para ella era imposible inscribirlo, más aún sostenerlo en su camino de aprendizaje. Un día, platicando yo con doña Julia, me dijo que ella deseaba apoyar a este adolescente para que llegara a graduarse como lo habían hecho sus hijos. Yo la había visto en otras oportunidades organizando a la comunidad para hacer pequeñas cosas en la cotidianidad, aun cuando ella también viviera fragilidades. Sabía que haría todo lo posible para que Walter siguiera estudiando. La vi hablar con otras vecinas, buscando una mochila, un pantalón, unos zapatos… vi que ella quería lo mejor para esta familia. Algunos apoyaron la iniciativa y fue así que Walter comenzó la nueva etapa, un camino lleno de muchas dificultades, por supuesto.

¿Qué significan estos gestos en medio de la miseria, en medio de la búsqueda por subsistir cada día? Muchas veces presencié el inmenso esfuerzo que realizan las familias más pobres para hacer crecer sus vínculos, signos de una búsqueda por la sobrevivencia comunitaria. No era fácil, pues había infinidad de obstáculos cada día; normal en estas tierras de incertidumbre, de hambre, de dolor, pero también de lucha. Del mismo modo, presencié a menudo  como, en el afán de “ayudar a las familias” muchos proyectos o personas individuales ponían en fragilidad o rompían estos esfuerzos.

¿Cómo y qué podemos hacer para que los vínculos construidos en estos espacios puedan reafirmarse en lugar de fragilizarse? Ante una dificultad cotidiana, podemos tender a buscar  una solución “rápida” y  dejarnos arrastrar por “la urgencia”. Es verdad que muchas veces no se trata de pensar sino de actuar, pero ¿qué hacer cuando existen otros signos que demuestran la presencia de la colaboración y de la solidaridad entre las familias? Muy a menudo, un proyecto o una ayuda exterior llega una sola vez, pero los lazos fraternales y la búsqueda de sobrevivencia se quedarán allí anclados en el corazón mismo de la comunidad. Nuestra acción no debería nunca poner en riesgo estos lazos de solidaridad y ayuda mutua, sino más bien acompañarlos para reforzarlos. 

Elda García, Guatemala / Francia