hojas en blanco para la supervivencia

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Desde hace algunas semanas, leo unos textos de Joseph Wresinski que me llevan de un lado a otro en mis recuerdos y de un lado a otro sobre textos o reflexiones de otras personas. Así llegué de nuevo a unas palabras sobre una hoja en blanco que había pronunciado el activista y artista guatemalteco Guillermo Díaz durante un tiempo de trabajo conjunto en México en el mes de Mayo. Sus palabras me empujan hoy a tratar de escribir sobre lo que presencié una mañana en Puerto Príncipe en el 2013 durante mi participación en el encuentro semanal del equipo de ATD Cuarto Mundo con un grupo de niños que viven —luchan por la supervivencia y la vida— en la calle.

ATD Cuarto Mundo desarrolla proyectos en Haití desde el año 1981: entre otros, un proyecto nutricional y de estimulación temprana para apoyar a las madres en la crianza de sus bebés, una escuela para niños de tres a seis años, un taller de informática para jóvenes, un sistema de atención médica para familias… En realidad, el hilo conductor de todos ellos no es otro si no el tratar de llegar a las familias más duramente castigadas por la pobreza, aquellos que difícilmente tienen acceso a los programas de ayuda convencionales. Construyendo los proyectos y revisándolos día a día junto a los más pobres, ATD Cuarto Mundo asegura caminos de participación plena necesarios para cualquier iniciativa de lucha contra la pobreza y en favor de los derechos humanos. En el momento del terremoto en el año 2010, está búsqueda que fue siempre, y continúa siendo, brújula para cada proyecto fue la clave para lograr que la ayuda de emergencia alcanzará también a las personas y familias más pobres, a los más excluidos o los que vivían en las llamadas zonas rojas de peligro, allí donde otros no llegaban.

Con esta brújula en la mano, una parte del equipo de ATD Cuarto Mundo —en aquel momento Rosanna, Mogene y David— se encuentra todas las semanas con un grupo de niños que viven en las calles de la capital haitiana. Sus historias son muy diversas, pero se sabe que el número de niños en la calle se multiplicó de manera notable tras el terremoto. Aquella mañana en la que yo tuve oportunidad de encontrarles, los niños se reunían alrededor de un tiempo de biblioteca en la calle. No deja de emocionarme a lo largo de los años como todos los niños del mundo, sean cuales sean sus circunstancias, desean el encuentro con los libros, con la ilustración y la palabra, con la posibilidad de mirar a través de una ventana, con la alegría y la paz. Participé maravillada de aquel tiempo de lectura y después, maravillada y profundamente conmovida, del tiempo que se dedicaba a la posibilidad de dibujar. Uno por uno, los niños fueron tomando una hoja en blanco y un lapicero, algunos ya muy pequeños de tanto haberse usado, y de la manera más meticulosa y pausada que una pueda imaginar empezaron cada uno a dibujar, primero muy lentamente los trazos y después el color. He visto a lo largo de mi vida a muchos niños dibujar, pero nunca nunca nunca de manera tan extraordinaria, tan llenos de mirada sobre el mundo, tan cargados de proyecto visual y de cuidado, tan plenos de deseo de expresión, tan llenos de infancia.

La verdad es que había tratado muchas veces de poner palabras sobre aquello que vi —y con tanto empeño quise retener en mí—, pero siempre había desistido. Como antes, ahora tampoco me parece posible hacer justicia a lo extraordinario de aquella manera de dibujar, de aquellas manos y ojos, de tanta infancia resistiendo, pero me decido, empujada por las palabras de Guillermo, a compartir algunas de las fotografías que tomé aquella mañana.

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Guillermo es originario de una de las aldeas del municipio de San Jacinto en Chiquimula, Guatemala, y fue esto lo que dijo en Ciudad de México y yo pude escuchar: “Yo fui un niño de la biblioteca de calle en mi aldea en los años 70, cuando Guatemala se encontraba en guerra. Gracias a las bibliotecas que llegaban yo podía dibujar en una hoja en blanco. Era un momento de paz. Mi país sufría mucho y nosotros los niños no teníamos una luz. Esta hoja en blanco me abrió muchos caminos, me dio muchas luces. Muchos niños en el mundo necesitan esa luz. El simple hecho de tener una hoja en blanco era mucho para mí. Ver esos libros hermosos que llevaban era para mí soñar… era soñar en un mundo diferente, era soñar que, como niño, yo tenía derechos también. Puedo decir que gracias a esa biblioteca soy quien soy: soy un profesor de escuela primaria… me gusta pintar… y fue la biblioteca de calle la que me enseñó eso, la que me dio muchas luces para seguir. Si nos unimos, podemos llegar a muchos niños».

Supongo que pueden imaginar hasta qué punto sus palabras iluminaron aquel momento que yo había atesorado durante tanto tiempo. No las comparto ahora a modo de conclusión: no concluyen, no explican, no nos permiten estar en paz con lo intolerable, no justifican lo que hacemos, no acaban con nuestras preguntas sobre nuestros pasos, no nos quitan de la impaciencia, no nos calman… pero iluminan, dan luz, nos animan a seguir ofreciendo hojas en blanco a la esperanza, nos animan, sobre todo, a mirar a cada niño dibujar con la misma pausa que ellos dibujan, a mirar cada dibujo con la pausa de las manos de nuestros niños de la supervivencia, con la lucidez de sus ojos: un niño, un niño enfermo y un amigo llevándole flores, una escuela, dos coches, un terreno de juegos, un campo de fútbol y una casa, un niño y una niña de la mano, un trazo, una hoja en blanco, una hoja en blanco.

Un niño que dibuja en una hoja en blanco.

Hojas en blanco para los niños de la supervivencia.

Hojas para la esperanza, y seguir.

Seguimos.

Beatriz Monje Barón, Puerto Príncipe / Ciudad de México

en twitter @beatriz_monje_

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lámpara maravillosa

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Ocurre algunas veces que dos seres humamos se entienden de inmediato, como si hubieran sido ambos capaces, en tan solo unos segundos, de leer los secretos del corazón del otro.

Era sábado de Biblioteca de Calle en uno de los sectores más castigados por la pobreza en la capital guatemalteca. El barrio se levanta a lo largo de una sola calle de tierra; a mano derecha, una quebrada pone a todos sobre aviso de la cercanía del abismo. La biblioteca se instala en un pequeño terreno vacío a pocos metros de la entrada del barrio. Un puñado de niños nos recibe, impacientes de historias. De inmediato comienzan algunos de los animadores a preparar el espacio y los libros; otros caminan en busca de todos los niños y todas las niñas.

David me invita a acompañarle. Calle abajo, toca las puertas, saluda a adultos y niños, platica y anuncia la llegada de la biblioteca. Algunos patojos se unen inmediatamente a esa suerte de procesión hacia los libros en la que va progresivamente convirtiéndose el caminar de David; otros explican que todavía están preparándose y se unirán a su vuelta. Sigue la bajada hasta el final de la calle. Yo estaba de visita en Guatemala y era mi primera vez en el barrio. Mientras camino, ya rodeada de niños y tomada de la mano, pienso que, aún estando en medio de la ciudad, los barrios de la pobreza siempre parecen estar al final, al límite, al margen de todo… así insiste la quebrada mientras unos y otros trabajan: preparan atole para salir a vender, apilan el cartón rescatado de la basura, peinan a los niños, lavan la ropa…

En una de las casas hay una niña de unos ocho años que asoma su cabecita a través del espacio que queda entre el techo y la puerta, ambas de lata. David habla con ella y Lucía explica que su mamá trabaja desde el día anterior y ella cuida a su hermanito de tres años; la casa estaba cerrada y no tenían permiso para salir. Su abuelita —explica Lucía— vive muy cerca y quizás pueda darle permiso. “Va pues —decimos— vemos a la vuelta si se puede”, y seguimos la bajada hacia más niños. De regreso, caminamos en el alboroto de los numerosos patojos a nuestro alrededor. Ahora está también Vivi con nosotros, otra de las animadoras de la biblioteca. Lucía sigue encaramada a la puerta de su casa. Me conmueve profundamente lo visible de sus esfuerzos de niña valiente para no romper a llorar mientras nos dice que no vio a su abuelita y no podrá venir. También yo me esfuerzo para ser valiente y seguir nuestro camino hacia la biblioteca.

Años antes, yo había participado en un grupo de trabajo durante la investigación-acción participativa La miseria es violencia en el que unas madres describían justamente esto: tener que salir a trabajar y dejar a los niños solos en casa, tener siempre miedo de que algo les pase, estar obligadas a correr tales riesgos para buscar el alimento, tener que elegir entre el peligro de dejar la casa abierta y que la violencia entre, o cerrar la casa y que algo les pase dentro, salir de casa con los niños aún dormidos y regresar por la noche con ellos dormidos de nuevo, dejar a los hijos mayores a cargo de los pequeños y ser en realidad todos pequeños… todos estos riesgos para la supervivencia, peligros que a penas se esquivan para la supervivencia que a penas se logra… Todo esto me lo había dicho de nuevo el rostro de Lucía en unos pocos minutos, y también su profundo deseo de venir con nosotros al encuentro con los libros.

Ya en el espacio de biblioteca, hablan David y Vivi sobre Lucía. David agarra unos libros y retoma el camino hacia su casa para cumplir la promesa que acabábamos de hacerle Vivi y yo: leer para ella cuentos desde fuera. Yo me quedo en la biblioteca junto al resto de animadores, y un grupito de niños se reúne a mi alrededor. Al ratito, como por arte de magia, veo llegar a Lucía junto a otros dos niños; se acerca a mí rápidamente, abre los brazos y sonríe una sonrisa inmensa sin decir una sola palabra. Yo también sonrío y abro los brazos, y nos abrazamos como si acabáramos de salir las dos victoriosas de una gran aventura, como si acabara de cumplirse para nosotras nuestro deseo común para el genio de la lámpara maravillosa, como si esos minutos de conocernos a la puerta de su casa hubieran sido suficientes para leer todos los secretos de nuestros corazones… Su abuelita había regresado y David había podido hablar con ella para traer a Lucía, a su hermanito y a su tía, también niña pequeña. Tras nuestro abrazofiesta, los tres se sientan a mi lado, junto a los otros niños que ya me acompañaban, y leemos y después cantamos y después juntos hacemos la actividad manual que se había preparado.

Durante más de diez años participé semanalmente en una Biblioteca de Calle, primero en Madrid, después en Londres. Ahora lo hago a menudo durante mis viajes con motivo de mi responsabilidad en el seno de la delegación de ATD Cuarto Mundo para América Latina y el Caribe. A lo largo de los años, he atesorado numerosos momentos que dan testimonio de lo que permanece intacto en el corazón de los niños a pesar de la dureza de la vida en la miseria, la infancia intacta en ellos a pesar de las dificultades a las que tienen que hacer frente. Nuestra suerte compartida son estos espacios en los que eso que es esencial y permanece en cada niño y cada niña puede abrirse, mostrarse, celebrarse, crecer… estar en la luz. En Guatemala, David, Vivi, Nathalie, Cristina, Miriam, Lorena, Delphine, Guillermo… animan cada semana la Biblioteca de Calle de ATD Cuarto Mundo y junto con los niños y niñas frotan y frotan la lámpara maravillosa de Aladino, logran hacer salir al genio, salir victoriosos, compartir lo que cada uno lleva en su corazón. De esta manera se suman las Bibliotecas de Calle a los esfuerzos que cada día hacen las madres y padres en situación de pobreza para construir un futuro mejor para sus hijos.

Tras el rato de lectura y el canto, llega la propuesta de actividad manual. En esta ocasión, se trata de un corazón para celebrar el día de la madre. Lucía prepara su corazón de cartulina al tiempo que ayuda a su hermanito a hacer el suyo, y después dibuja otros muchos corazones y escribe: «Mami te amo. Te amo mami. La adoro mami».

Lucía, su hermanito y su pequeña tía aprovechan la biblioteca hasta el final. David va a acompañarles hasta su abuelita, y así compartir con ella sobre lo que los niños vivieron durante la mañana. Antes de irse, Lucía abre de nuevo los brazos y nos reúne a los cuatro en un solo abrazo. Sus bracitos de niña de ocho años son infinitos, plenos de fuerza y ternura. Agradezco conmovida a los tres niños y les digo “He sido muy feliz hoy con ustedes”. Lucía sonríe y nos abarca de nuevo a todos en un último abrazo: celebración de los cuentos compartidos y los secretos de nuestros corazones, de la Biblioteca de Calle, sus niños, los padres y los animadores, del reconocimiento y el amor para su madre que lleva entre sus manos, de toda la belleza e infancia que hay en Lucía, lámpara maravillosa.

Beatriz Monje Barón, Ciudad de México / Guatemala

en twitter @beatriz_monje_

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éramos aprendices

bruno

Revista Educación y Biblioteca. Nº 48. Junio 1994

Me cuenta al teléfono Carola Diez —promotora de lectura y colaboradora de la magnífica Biblioteca Vasconcelos de Ciudad de México— que prepara junto a otros una Biblioteca Humana que tendrá lugar el sábado 19 de noviembre. Me explica que se trata de un rato de encuentro entre personas que se convierten en libros y lectores que los toman prestados por 15 o 20 minutos. En esta ocasión buscan “libros humanos” para una sesión que titulan “Cuando las pequeñas bibliotecas tienen algo que contarte”; nos pide compartir la experiencia de Bibliotecas de Calle de ATD Cuarto Mundo… ponerme a mí misma un título, escribir una sinopsis… De inmediato, vienen a mi mente recuerdos de rostros, cuentos, manitas y ojos eligiendo historias para leer juntos… Me titulo “De Madrid a México: 20 años leyendo libros sobre un plástico” y me regocijo recordando, inevitablemente, mi primera Biblioteca de Calle cada lunes en el Pozo del Huevo en Madrid, aquel «érase una vez» de un cuento verdadero del que no he dejado de disfrutar hasta hoy, nuestro madrileño «érase una vez» de la lucha por construir juntos la belleza y los derechos humanos que había iniciado Joseph Wresinski en los años 60 en Francia.

La Biblioteca Vasconcelos nos recibe con toda su belleza y amplitud, con la energía de los lugares vivos, con pulso, con ser humano… La sensación al llegar evoca en mí el gusto que sentía siempre al entrar en la Tate Modern en Londres, la antigua central de energía que es hoy el Museo Nacional Británico de Arte Moderno. Tiene que ver, creo yo, con esa magia que se da cuando hay encuentro entre edificios extraordinarios y personas que saben provocar a otros para habitarlos. Camino por la galería central de la biblioteca celebrando interiormente esa evocación que me devuelve también los recuerdos de la Doorstep Library que inventamos en el sur de Londres, una biblioteca semanal que empezó ofreciendo lectura puerta a puerta, alcanzó después la calle y provocó finalmente el encuentro entre los vecinos de un barrio londinense verdaderamente pobre y la también vivísima Biblioteca de Peckham. Rodeada ya de otros muchos “libros humanos”, me recibe Carola y unos minutos después Ramón Salaberria, subdirector de la biblioteca. Ramón me cuenta que conoce nuestra Biblioteca de Calle desde los años 90 y promete enviarme el artículo que publicó en el 94, siendo él director de la hoy desparecida revista española “Educación y Biblioteca”. No tardo en acomodarme en mi lugar y esperar a los que deseaban escucharme. Como lo son las Bibliotecas de Calle, la mañana en la que me hago «libro prestado» y converso con los muchos que se sentaban a mi alrededor es también una celebración de la oralidad y la escucha.

Yo había conocido ATD Cuarto Mundo y la Biblioteca de Calle a través de Bruno Couder, quien escribe el artículo del que me habla Ramón. Recibo el texto prometido —pueden ahora los nostálgicos y los curiosos leerlo aquí, a partir de la página número 18— y encuentro de nuevo aquel español afrancesado con el que Bruno nos hablaba de la pedagogía y la política de nuestras Bibliotecas de Calle. Admito haber aprendido también algo de la teoría y la práctica de la promoción de los Derechos Humanos a través de algunos textos especializados; sin embargo, el recuerdo de la manera de hablar de Bruno me hace tomar conciencia y celebrar haber aprendido el oficio junto a él y a Yolaine Couder, con quienes hice mis primeras Biblioteca de Calle; tomar conciencia de la suerte que fue para mí aquel espíritu de aprendices que habitaba a los jóvenes que habíamos sido reclutados como animadores de la Biblioteca de Calle, el espíritu de observarlo todo —mirar con la nariz adentro, como los niños—, de escucharlo todo del que ya conoce el oficio, del maestro. Como lo hacen los aprendices de carpintero, observábamos las maneras de los que ya sabían hacer: la precisión, el cuidado… y Bruno y Yolaine nos contaban los porqués de cada pequeña madera que construía la Biblioteca de Calle: elegir bien los libros, conocerlos y entusiasmarse; sentarse en la calle, a la vista de todos; invitar a cada niño, pero ir personalmente a buscar a los más pobres y rechazados, decirles cuánto contábamos con ellos, hacerlo sin desfallecer, a veces durante meses antes de que se animaran a participar; acompañar a los niños de regreso a casa y hablar a sus padres de sus éxitos en la biblioteca de aquel día; no intimidarles con preguntas sobre si sabían leer o no, animarles en sus esfuerzos y celebrar sus logros; permitirles escoger sus lecturas, y leer en voz alta para ellos o acompañarles en su leer incipiente, o las dos cosas, según pareciera mejor… Y en medio de todo eso, sobre todo, ver  los esfuerzos de los adultos de aquellos barrios, tan castigados por la pobreza y la exclusión, para que sus niños tuvieran un mejor futuro; reconocer los esfuerzos y los logros de aquellos padres a menudo acusados de no escolarizar a sus hijos, de no dar importancia a la escuela, de no saber nada… Llegábamos, decían Bruno y Yolaine, para compartir nuestro saber-leer, pero sobre todo para advertir, reconocer y unirnos a los innumerables esfuerzos que los padres hacían, en medio de la supervivencia, para permitir a sus hijos aprender más allá de los saberes que ellos podían transmitirles. Se trataba de una pedagogía, pero sobre todo de una opción política, de una manera muy particular de estar en la lucha contra la pobreza y la promoción de los Derechos Humanos. Éramos aprendices, ¡y cuántisimo aprendimos!

La mañana de Biblioteca Humana en la Biblioteca Vasconcelos trajo a mí el deseo de detenerme en esta suerte de hilo conductor recorriéndome en las que han sido mis ciudades, en las bibliotecas y los lugares de la cultura que me han entusiasmado, en el encuentro con la comunidades y personas muy pobres con las que he hecho camino, en mi trabajo junto a otros voluntarios permanentes de ATD Cuarto Mundo…: ser aprendiz de quienes ya lo eran de las personas en situación de pobreza. Así, la Biblioteca Humana, como expresión de la historia compartible que hay en cada uno de nosotros, realizó en mí algo mucho más hermoso: volver al recuerdo de los que me iniciaron en esta lucha contra la pobreza y a la importancia de aprender el arte o el oficio practicádolo con quienes ya lo dominan, la inmensa suerte de ser aprendices.

Beatriz Monje Barón, Ciudad de México

en twitter @beatriz_monje_

#LibertadReal

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La Fundación Secretariado Gitano acaba de revolucionar las redes sociales con la campaña #LeonorDejaLaEscuela. El lema hace pensar que se trata de la Princesa de Asturias, hija primogénita de la familia real española, y la magia de la comunicación convierte la campaña en trending topic. De repente, se hace visible lo que ha sido siempre ignorado: los obstáculos que enfrentan los niños y niñas de etnia gitana para permanecer en la escuela.

Inmediatamente pienso en Libertad, un preciosa niña gitana de cinco años. Libertad vivía en el Pozo del Huevo, así que no era solamente preciosa y gitana, sino también la primogénita de una familia profundamente castigada por la injusticia que es la pobreza extrema. Hacía años que ATD Cuarto Mundo existía también en este barrio madrileño de calles de tierra y hogares construidos a base de maderas viejas y lata, de luz y agua alcanzada gracias al ingenio, de madera para leña en carretillas, de esfuerzo cotidiano por la supervivencia, de comunidad y familia. Como cada verano, aquel mes de julio celebramos también nuestro Festival del Saber y, celebrando el saber, Libertad no dejó de compartir su ilusión por empezar la escuela el mes de septiembre, su sueño de aprender a leer y hacer nuevas amigas, todo lo que estaba por llegar.

En España, la educación obligatoria comienza a los seis años, pero es habitual que los niños estén ya escolarizados a los tres, pues este periodo inicial es también gratuito y, bajo la ley, accesible para todos. Así, nuestra Libertad feliz habría de encontrarse pronto con niños y niñas con tres años de escolaridad en sus mochilas.

Ya en septiembre, mientras nos preparábamos para la Biblioteca de Calle que nos daba cita semanal durante todo el año, vi llegar a Libertad por la calle de tierra que servía de acceso al Pozo del Huevo. Regresaba de la escuela, debía ser la primera o la segunda semana para ella. En cuclillas, pregunté ilusionada por sus primeros días, recuerdo perfectamente el entusiasmo que yo guardaba en mis adentros. Libertad me escuchaba, pero negaba con su cabecita de cabellos castaños: “Ya no me gusta. La profe da a los otros niños letras para pintar y a mí no me da nada, sólo me dice que haga dibujos”.

Soy maestra de formación, así que puedo entender muy bien que hay todo un camino que hacer antes de aprender a escribir, y que los otros niños ya habían recorrido una buena parte del camino… Entiendo también el valor del dibujo y aún más de la creatividad, pero no puedo entender “a mí no me da nada”, ni puedo aceptar la falta de fe en cada niño de la que fui testigo a lo largo de los meses siguientes, o el abandono.

A menudo, los profesionales se refieren a esta realidad como “abandono escolar gitano”. Pero ¿quién abandona a quién?, ¿qué hace que una maestra deje de tener fe en una niña de apenas seis años?, ¿y cómo podríamos garantizar lo que es nuestra obligación común: que cada niño tenga realmente la oportunidad de aprender en la escuela?

A lo largo de mis años compartidos en el Pozo del Huevo, conocí a muchos niños y niñas que pasaban años en la escuela y nunca aprendían a leer y a escribir, abandonados por sus maestros desde el primer día. Conocí a muchos padres y madres que, a pesar de no haber tenido para sí mismos la oportunidad de la escuela, hacían extraordinarios esfuerzos por enviar a sus hijos; a padres y madres que habían creído que la escuela sería una esperanza para sus hijos y observaban atónitos que sus niños, a pesar de tanto esfuerzo, tampoco podían leer o escribir.

Cuando vives en una chabola rodeada de barro en invierno, llegar a la escuela con los zapatos limpios es, sencillamente, un milagro que unos y otros hacen posible sólo a través de un empeño extraordinario. Cuando nunca has ido a la escuela, ayudar a tus hijos con las tareas escolares requiere la valentía de los héroes. Cuando eres la única en tu clase que aún no sabe leer, llegar cada día a la escuela da testimonio de que ya eres un pequeño gran ser humano. ¿Cómo es posible que no hagamos todos nosotros, la escuela, el Ministerio de Educación y los maestros el mismo esfuerzo que ellos hacen para asegurarnos de que la escuela es útil para todos los niños y niñas?

Claro que sí, hay muchas maestras en nuestras escuelas que tienen fe en cada niño, muchos que hacen uso de toda su creatividad pedagógica para asegurarse de que cada niño cumple su sueño de aprender. Claro que hay muchos niños y niñas que lo logran a pesar de todos los obstáculos, y muchos padres que no dejan de empeñarse aún si el camino es muy largo y difícil. Todos ellos son nuestros héroes, nuestros niños y mayores reales.

Sin embargo, lograrlo verdaderamente para todos necesita de un plan institucional contra el abandono de los niños y las niñas gitanas en la escuela, especialmente de los más pobres. Un plan que debe ser construido con los maestros y todos los que conforman la comunidad educativa, pero fundamentalmente con los niños y los padres y madres abandonados por nuestro sistema educativo; un plan pensado con ellos y a partir de sus experiencias de discriminación y abandono, de sus sueños y esfuerzos, y sobre todo del imprescindible conocimiento y saber del que ya son portadores. Porque ellos también, a pesar de no saber leer o escribir, tienen un saber necesario que aportar: un saber para construir, de una vez por todas, una escuela útil para todos los niños. En realidad, un saber para un mundo para todos.

Crear juntos los mecanismos para que la experiencia y el pensamiento de estos padres y niños tenga un impacto en nuestra manera de hacer escuela para todos, sería no solamente un acto de justicia hacia ellos, sino un acto de justicia hacia todos los niños y el mundo. Una escuela que es útil para los niños que tienen más obstáculos que superar, es también una escuela más útil, humana y académicamente, para los niños que aprenden más fácilmente. Esta es la escuela que yo quiero, y digo, como Samuel, ¡sí podemos!

Beatriz Monje Barón, Madrid/ Ciudad de México

en twitter @beatriz_monje_

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