soy alguien

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*Traducción del original en portugués (abajo).

¿Levantar la cabeza?, ¿para qué? Si todo lo que veo es dolor, sufrimiento, injusticia y necesidad. Si, a mi alrededor, veo adultos apenas sobreviviendo, despertándose, saliendo para el trabajo pesado para volver con un salario mínimo a final del mes, sin otras perspectivas. Jóvenes siendo espectadores del desmoronamiento de sus propios sueños, uno detrás de otro, completamente impotentes por la falta de oportunidades. Niños recibiendo una basura de educación y siendo criados para no ser protagonistas de sus historias.

Me siento sin fuerzas. Me siento en la oscuridad. Me siento sin ninguna motivación.
¿Levantar la cabeza?, ¿para qué? Ya sin sueños, ya no tengo más esperanza. Un día la tuve, pero ahora todo ha cambiado. Cuando era niño, veía el mundo con las lentes del optimismo, tenía esperanza de ir en el futuro a la universidad y ser un profesional. Pero hoy, que el futuro ha llegado, estas lentes son oscuras y todo lo que veo es oscuridad. Hoy, ya no sueño más y creo que soñar es solo perder el tiempo.

Si el mundo no tiene un lugar para mí, me pregunto ¿por qué existo?, ¿por qué estoy aquí?, ¿qué es lo que aún me hace levantarme de la cama y recibir el día de hoy?, ¿qué es?

Costó mucho pero hoy lo descubrí: ¡eso es fe! Me lo pueden quitar todo, pero no pueden quitarme mi fe: fe en Dios, en mi familia, en mis amigos, en las personas que tienen la misma fe en mí; fe en la vida, en un mundo mejor, más justo, más humano; fe en el amor de mi madre y en su lucha incansable para ver a sus hijos en el buen camino; fe de que ser alguien en la vida es tener dignidad y no éxito.

Entonces, levanto la cabeza porque tengo fe, porque soy un ser humano como tú y puedo ser feliz y tener una vida digna también. Exactamente como mi madre me crió, aún pasando por todas las dificultades que ella pasó. Soy obra de ella y de la fe que la mantuvo de pié. Soy fruto de todos sus esfuerzos y esperanzas. Soy alguien.

João Guilherme da Silva Simpolis con Mariana Guerra, Petrópolis


 

Levantar a cabeça pra que? Se tudo o que eu vejo é dor, sofrimento, injustiça e necessidade. Se, a minha volta, vejo adultos apenas sobrevivendo, acordando, saindo para o trabalho pesado para voltar com um salário mínimo no final do mês, sem outras perspectivas.

Jovens sendo expectadores do desmoronamento de seus próprios sonhos, um atrás do outro, completamente impotentes pelas faltas de oportunidades.
Crianças recebendo um lixo de educação e sendo criadas para não serem protagonistas de suas histórias.

Me sinto sem forças. Me sinto no escuro. Me sinto sem motivação nenhuma. Levantar a cabeça pra que? Já sem sonhos, não tenho mais tanta esperança. Um dia já tive, mas agora tudo mudou. Enquanto era criança, via o mundo com as lentes do otimismo, tinha esperança de no futuro fazer faculdade e ser um profissional. Mas hoje, que o futuro chegou, essa lente é escura e tudo o que vejo é escuridão. Hoje já não sonho mais e acho que sonhar é só perda de tempo.

Se o mundo não tem um lugar para mim, me pergunto por que existo. Por que estou aqui? O que é essa coisa que ainda me faz levantar da cama e receber o dia de hoje. O que é isso?

Custei muito, mas hoje descobri: isso é fé! Podem tirar tudo de mim, mas não podem tirar a minha fé. Fé em Deus, na minha família, nos meus amigos, nas pessoas que têm a mesma fé em mim. Fé na vida, num mundo melhor, mais justo, mais humano. Fé no amor da minha mãe e na luta incansável para ver seus filhos no bom caminho. Fé de que ser alguém na vida é ter dignidade e não sucesso.

Então, levanto a cabeça porque tenho fé. Porque sou um ser humano como você e posso ser feliz e ter uma vida digna também. Exatamente como minha mãe me criou, mesmo passando por todas as dificuldades que passou. Sou obra dela e da fé que a mantinha de pé. Sou fruto de todos os seus esforços e esperanças. Sou alguém.

João Guilherme da Silva Simpolis con Mariana Guerra, Petrópolis

hojas en blanco para la supervivencia

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Desde hace algunas semanas, leo unos textos de Joseph Wresinski que me llevan de un lado a otro en mis recuerdos y de un lado a otro sobre textos o reflexiones de otras personas. Así llegué de nuevo a unas palabras sobre una hoja en blanco que había pronunciado el activista y artista guatemalteco Guillermo Díaz durante un tiempo de trabajo conjunto en México en el mes de Mayo. Sus palabras me empujan hoy a tratar de escribir sobre lo que presencié una mañana en Puerto Príncipe en el 2013 durante mi participación en el encuentro semanal del equipo de ATD Cuarto Mundo con un grupo de niños que viven —luchan por la supervivencia y la vida— en la calle.

ATD Cuarto Mundo desarrolla proyectos en Haití desde el año 1981: entre otros, un proyecto nutricional y de estimulación temprana para apoyar a las madres en la crianza de sus bebés, una escuela para niños de tres a seis años, un taller de informática para jóvenes, un sistema de atención médica para familias… En realidad, el hilo conductor de todos ellos no es otro si no el tratar de llegar a las familias más duramente castigadas por la pobreza, aquellos que difícilmente tienen acceso a los programas de ayuda convencionales. Construyendo los proyectos y revisándolos día a día junto a los más pobres, ATD Cuarto Mundo asegura caminos de participación plena necesarios para cualquier iniciativa de lucha contra la pobreza y en favor de los derechos humanos. En el momento del terremoto en el año 2010, está búsqueda que fue siempre, y continúa siendo, brújula para cada proyecto fue la clave para lograr que la ayuda de emergencia alcanzará también a las personas y familias más pobres, a los más excluidos o los que vivían en las llamadas zonas rojas de peligro, allí donde otros no llegaban.

Con esta brújula en la mano, una parte del equipo de ATD Cuarto Mundo —en aquel momento Rosanna, Mogene y David— se encuentra todas las semanas con un grupo de niños que viven en las calles de la capital haitiana. Sus historias son muy diversas, pero se sabe que el número de niños en la calle se multiplicó de manera notable tras el terremoto. Aquella mañana en la que yo tuve oportunidad de encontrarles, los niños se reunían alrededor de un tiempo de biblioteca en la calle. No deja de emocionarme a lo largo de los años como todos los niños del mundo, sean cuales sean sus circunstancias, desean el encuentro con los libros, con la ilustración y la palabra, con la posibilidad de mirar a través de una ventana, con la alegría y la paz. Participé maravillada de aquel tiempo de lectura y después, maravillada y profundamente conmovida, del tiempo que se dedicaba a la posibilidad de dibujar. Uno por uno, los niños fueron tomando una hoja en blanco y un lapicero, algunos ya muy pequeños de tanto haberse usado, y de la manera más meticulosa y pausada que una pueda imaginar empezaron cada uno a dibujar, primero muy lentamente los trazos y después el color. He visto a lo largo de mi vida a muchos niños dibujar, pero nunca nunca nunca de manera tan extraordinaria, tan llenos de mirada sobre el mundo, tan cargados de proyecto visual y de cuidado, tan plenos de deseo de expresión, tan llenos de infancia.

La verdad es que había tratado muchas veces de poner palabras sobre aquello que vi —y con tanto empeño quise retener en mí—, pero siempre había desistido. Como antes, ahora tampoco me parece posible hacer justicia a lo extraordinario de aquella manera de dibujar, de aquellas manos y ojos, de tanta infancia resistiendo, pero me decido, empujada por las palabras de Guillermo, a compartir algunas de las fotografías que tomé aquella mañana.

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Guillermo es originario de una de las aldeas del municipio de San Jacinto en Chiquimula, Guatemala, y fue esto lo que dijo en Ciudad de México y yo pude escuchar: “Yo fui un niño de la biblioteca de calle en mi aldea en los años 70, cuando Guatemala se encontraba en guerra. Gracias a las bibliotecas que llegaban yo podía dibujar en una hoja en blanco. Era un momento de paz. Mi país sufría mucho y nosotros los niños no teníamos una luz. Esta hoja en blanco me abrió muchos caminos, me dio muchas luces. Muchos niños en el mundo necesitan esa luz. El simple hecho de tener una hoja en blanco era mucho para mí. Ver esos libros hermosos que llevaban era para mí soñar… era soñar en un mundo diferente, era soñar que, como niño, yo tenía derechos también. Puedo decir que gracias a esa biblioteca soy quien soy: soy un profesor de escuela primaria… me gusta pintar… y fue la biblioteca de calle la que me enseñó eso, la que me dio muchas luces para seguir. Si nos unimos, podemos llegar a muchos niños».

Supongo que pueden imaginar hasta qué punto sus palabras iluminaron aquel momento que yo había atesorado durante tanto tiempo. No las comparto ahora a modo de conclusión: no concluyen, no explican, no nos permiten estar en paz con lo intolerable, no justifican lo que hacemos, no acaban con nuestras preguntas sobre nuestros pasos, no nos quitan de la impaciencia, no nos calman… pero iluminan, dan luz, nos animan a seguir ofreciendo hojas en blanco a la esperanza, nos animan, sobre todo, a mirar a cada niño dibujar con la misma pausa que ellos dibujan, a mirar cada dibujo con la pausa de las manos de nuestros niños de la supervivencia, con la lucidez de sus ojos: un niño, un niño enfermo y un amigo llevándole flores, una escuela, dos coches, un terreno de juegos, un campo de fútbol y una casa, un niño y una niña de la mano, un trazo, una hoja en blanco, una hoja en blanco.

Un niño que dibuja en una hoja en blanco.

Hojas en blanco para los niños de la supervivencia.

Hojas para la esperanza, y seguir.

Seguimos.

Beatriz Monje Barón, Puerto Príncipe / Ciudad de México

en twitter @beatriz_monje_

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cuando los caminos se cierran

(c) ATD Cuarto Mundo

A principios de los años 60, empezó el deterioro del sistema ferroviario en Guatemala. En ese momento también dieron inicio, al lado de la linea férrea, las llamadas invasiones u ocupaciones ilegales, en realidad asentamientos humanos precarios. La cifra de hace un par de años: 800 aproximadamente en todo el país.

Si viajas al norte, al sur o al occidente del país, seguro te encontrarás en algún momento con alguno de estos asentamientos. Cada lugar tiene su particularidad. Algunos mucho más espaciosos que otros, pero casi todos catalogados como zonas rojas, es decir, áreas conflictivas o peligrosas.

En todos ellos, las personas que los habitan carecen de agua potable, energía eléctrica, desagües, asfalto y acceso a condiciones básicas para vivir dignamente. Agregado a esta realidad, las familias sufren de discriminación y de humillación. La mayoría son gente sencilla, con escasos o ningún estudio. Casi todos realizan trabajos informales.

En Escuintla, ciudad al sur del país, me encontré con uno de estos asentamientos. Más de 100 familias instaladas desde hace muchos años. A un lado, una colonia formal es la que sostiene su precariedad. De cada vivienda salen pequeños alambres que llevan la energía eléctrica desde el poste central del alumbrado público. Tres accesos son posibles para la comunidad. Uno de ellos es extremadamente peligroso, debido a la autopista construida en sus alrededores. La entrada más utilizada es la que los relaciona con la comunidad un poco más desarrollada. La escuela próxima está a un cuarto de hora aproximadamente.

Una pequeña calle de tierra es suficiente para entrar a esta realidad. Todos se conocen, todos se saludan. La vida aquí enfrenta a sus pobladores a muchos desafíos, uno de ellos la preocupación por mantener buenas relaciones con sus vecinos de la colonia próxima. Pero no siempre es posible, existen cosas grandes y pequeñas que ponen en evidencia la fragilidad de las relaciones interpersonales, y eso en la mayoría de los casos es inevitable. Uno de estos días, cuando las cosas no están bien, los rumores corren: el grupo responsable de velar por la seguridad de los vecinos de la colonia había tomado la decisión de cerrar el acceso principal a la comunidad. En los últimos meses la violencia se ha incrementado, y esto hace brotar aun más el miedo, no sólo en la colonia, sino en todo el Departamento de Escuintla. La reflexión los llevaba a pensar que bloqueándoles el paso, los problemas de violencia desaparecerían. De esa manera se estaban protegiendo.

Por el lado de las familias instaladas, había una gran preocupación: esta entrada es la que permite a los niños el paso más rápido para asistir a la escuela. De otra manera tendrían que salir por la carretera con más riesgo. Lo seguro es que esto impediría a los más frágiles su asistencia regular a la escuela. Con las personas expuestas a los peligros de atravesar la carretera principal, ¿cuántas vidas podría costar esta “solución”? Sin pasarelas para el paso de un lugar a otro, sin señalizaciones, etc. la vida está en riesgo. La decisión generaría una entrada menos en la economía de las familias, pues hay una dinámica de sobrevivencia que pasa por las ventas de frutas, de comida, entre otras cosas.

Mas allá de todo esto, hay un tema mucho más profundo, el de la construcción de relaciones interpersonales que sobrepasen las clases sociales. Los primeros en romper estas barreras son los niños y jóvenes. Estando en la escuela es más fácil hacer amistad con unos y con otros. Al contrario de esta realidad, cerrando esta entrada se fragilizarían o se romperían los esfuerzos de muchos. Dejar a un grupo de personas encerradas para “aplacar los peligros” o encerrarnos nosotros mismos no es la solución. Pareciera que el objetivo es querer invisivilizar la vida de estas familias. No se trata de querer idealizar las relaciones entre las poblaciones que viven situaciones difíciles y las que no las viven, simplemente es que, para poder crecer en nuestra humanidad necesitamos relacionarnos, para que en medio de nuestras diferencias busquemos de entendernos y hacer esfuerzos para construir la paz. Es cierto que se dice muy fácil, pero en la cotidianidad debe haber mucha tolerancia y esfuerzo. No es fácil pero tampoco imposible. Otro mundo es posible, sí, posible cuando las barreras de la indiferencia, del miedo hacia el otro y sobre todo de los prejuicios se desvanezcan y nos hagan ver en realidad que el lugar donde vives no te hace ni menos ni mejor persona. Se trata de lo que cada uno lleva adentro y eso hay que descubrirlo.

Felizmente la idea fue abandonada semanas después, dejando a los habitantes de la linea con una preocupación más, pues a pesar de todos los esfuerzos que puedan hacer para mantener las buenas relaciones, nunca parecen suficientes para romper con los estigmas sociales, principalmente el de generalizar que todos son malos en este lugar. De un momento a otro las decisiones más radicales podrían ser tomadas, sin darse cuenta que éstas pueden ser trascendentales en la vida de una comunidad.

Elda García, Francia / Guatemala

éramos aprendices

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Revista Educación y Biblioteca. Nº 48. Junio 1994

Me cuenta al teléfono Carola Diez —promotora de lectura y colaboradora de la magnífica Biblioteca Vasconcelos de Ciudad de México— que prepara junto a otros una Biblioteca Humana que tendrá lugar el sábado 19 de noviembre. Me explica que se trata de un rato de encuentro entre personas que se convierten en libros y lectores que los toman prestados por 15 o 20 minutos. En esta ocasión buscan “libros humanos” para una sesión que titulan “Cuando las pequeñas bibliotecas tienen algo que contarte”; nos pide compartir la experiencia de Bibliotecas de Calle de ATD Cuarto Mundo… ponerme a mí misma un título, escribir una sinopsis… De inmediato, vienen a mi mente recuerdos de rostros, cuentos, manitas y ojos eligiendo historias para leer juntos… Me titulo “De Madrid a México: 20 años leyendo libros sobre un plástico” y me regocijo recordando, inevitablemente, mi primera Biblioteca de Calle cada lunes en el Pozo del Huevo en Madrid, aquel «érase una vez» de un cuento verdadero del que no he dejado de disfrutar hasta hoy, nuestro madrileño «érase una vez» de la lucha por construir juntos la belleza y los derechos humanos que había iniciado Joseph Wresinski en los años 60 en Francia.

La Biblioteca Vasconcelos nos recibe con toda su belleza y amplitud, con la energía de los lugares vivos, con pulso, con ser humano… La sensación al llegar evoca en mí el gusto que sentía siempre al entrar en la Tate Modern en Londres, la antigua central de energía que es hoy el Museo Nacional Británico de Arte Moderno. Tiene que ver, creo yo, con esa magia que se da cuando hay encuentro entre edificios extraordinarios y personas que saben provocar a otros para habitarlos. Camino por la galería central de la biblioteca celebrando interiormente esa evocación que me devuelve también los recuerdos de la Doorstep Library que inventamos en el sur de Londres, una biblioteca semanal que empezó ofreciendo lectura puerta a puerta, alcanzó después la calle y provocó finalmente el encuentro entre los vecinos de un barrio londinense verdaderamente pobre y la también vivísima Biblioteca de Peckham. Rodeada ya de otros muchos “libros humanos”, me recibe Carola y unos minutos después Ramón Salaberria, subdirector de la biblioteca. Ramón me cuenta que conoce nuestra Biblioteca de Calle desde los años 90 y promete enviarme el artículo que publicó en el 94, siendo él director de la hoy desparecida revista española “Educación y Biblioteca”. No tardo en acomodarme en mi lugar y esperar a los que deseaban escucharme. Como lo son las Bibliotecas de Calle, la mañana en la que me hago «libro prestado» y converso con los muchos que se sentaban a mi alrededor es también una celebración de la oralidad y la escucha.

Yo había conocido ATD Cuarto Mundo y la Biblioteca de Calle a través de Bruno Couder, quien escribe el artículo del que me habla Ramón. Recibo el texto prometido —pueden ahora los nostálgicos y los curiosos leerlo aquí, a partir de la página número 18— y encuentro de nuevo aquel español afrancesado con el que Bruno nos hablaba de la pedagogía y la política de nuestras Bibliotecas de Calle. Admito haber aprendido también algo de la teoría y la práctica de la promoción de los Derechos Humanos a través de algunos textos especializados; sin embargo, el recuerdo de la manera de hablar de Bruno me hace tomar conciencia y celebrar haber aprendido el oficio junto a él y a Yolaine Couder, con quienes hice mis primeras Biblioteca de Calle; tomar conciencia de la suerte que fue para mí aquel espíritu de aprendices que habitaba a los jóvenes que habíamos sido reclutados como animadores de la Biblioteca de Calle, el espíritu de observarlo todo —mirar con la nariz adentro, como los niños—, de escucharlo todo del que ya conoce el oficio, del maestro. Como lo hacen los aprendices de carpintero, observábamos las maneras de los que ya sabían hacer: la precisión, el cuidado… y Bruno y Yolaine nos contaban los porqués de cada pequeña madera que construía la Biblioteca de Calle: elegir bien los libros, conocerlos y entusiasmarse; sentarse en la calle, a la vista de todos; invitar a cada niño, pero ir personalmente a buscar a los más pobres y rechazados, decirles cuánto contábamos con ellos, hacerlo sin desfallecer, a veces durante meses antes de que se animaran a participar; acompañar a los niños de regreso a casa y hablar a sus padres de sus éxitos en la biblioteca de aquel día; no intimidarles con preguntas sobre si sabían leer o no, animarles en sus esfuerzos y celebrar sus logros; permitirles escoger sus lecturas, y leer en voz alta para ellos o acompañarles en su leer incipiente, o las dos cosas, según pareciera mejor… Y en medio de todo eso, sobre todo, ver  los esfuerzos de los adultos de aquellos barrios, tan castigados por la pobreza y la exclusión, para que sus niños tuvieran un mejor futuro; reconocer los esfuerzos y los logros de aquellos padres a menudo acusados de no escolarizar a sus hijos, de no dar importancia a la escuela, de no saber nada… Llegábamos, decían Bruno y Yolaine, para compartir nuestro saber-leer, pero sobre todo para advertir, reconocer y unirnos a los innumerables esfuerzos que los padres hacían, en medio de la supervivencia, para permitir a sus hijos aprender más allá de los saberes que ellos podían transmitirles. Se trataba de una pedagogía, pero sobre todo de una opción política, de una manera muy particular de estar en la lucha contra la pobreza y la promoción de los Derechos Humanos. Éramos aprendices, ¡y cuántisimo aprendimos!

La mañana de Biblioteca Humana en la Biblioteca Vasconcelos trajo a mí el deseo de detenerme en esta suerte de hilo conductor recorriéndome en las que han sido mis ciudades, en las bibliotecas y los lugares de la cultura que me han entusiasmado, en el encuentro con la comunidades y personas muy pobres con las que he hecho camino, en mi trabajo junto a otros voluntarios permanentes de ATD Cuarto Mundo…: ser aprendiz de quienes ya lo eran de las personas en situación de pobreza. Así, la Biblioteca Humana, como expresión de la historia compartible que hay en cada uno de nosotros, realizó en mí algo mucho más hermoso: volver al recuerdo de los que me iniciaron en esta lucha contra la pobreza y a la importancia de aprender el arte o el oficio practicádolo con quienes ya lo dominan, la inmensa suerte de ser aprendices.

Beatriz Monje Barón, Ciudad de México

en twitter @beatriz_monje_

con hambre, la letra no entra

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Durante algunos años he formado parte del equipo permanente de ATD Cuarto Mundo en Guatemala, un movimiento de personas que cree que la miseria no es inevitable, sino que es causada por relaciones injustas y podemos destruirla. Antes de eso, ejercí la docencia durante siete años en el sector público y también privado, este ha sido un tiempo muy importante para mi formación.

En el marco de las acciones de carácter educativo que ATD Cuarto Mundo llevaba a cabo en un asentamiento de la costa sur del país, Francisco venía a nuestra sede tres veces a la semana por la tarde. Junto a él, otros niños también participaban. Entonces tenía doce años. Al iniciar el ciclo escolar, nuevamente podíamos ver en él su entusiasmo, la actitud positiva que lo caracterizaba a pesar de que era la cuarta vez que iniciaba el primer grado de primaria.

Las cosas no eran fáciles. Cada año era más evidente la diferencia entre sus compañeritos de clase y él. En realidad, así fue desde que a causa de la pobreza extrema de su familia, no fue posible para Francisco ingresar a la escuela a la edad establecida. En el salón, pero también en la comunidad, se burlan de él: ya todos saben la cantidad de años que ha estado en el mismo grado. Además, es uno de los primeros que ocupa los lugares del grupo C, en otras palabras, el grupo de los peores, o las tortugas, o los menos avanzados, o como quiera llamar la maestra a los que tienen dificultades para aprender.

Casi nunca pasa desapercibido dentro del grupo de niños. Algunos se quejan porque muy a menudo llega con olor muy fuerte en él, otros lo toman como una razón más para alejarse. En el recreo, casi siempre está solo, en una esquina. Viendo correr a todos los niños, simplemente sonríe. Sus ganas de seguir en la escuela son fuertes. Si se entera de que hay cambio de maestra, está aún más feliz, cree que esta vez las cosas van a cambiar. Un día llegó muy contento, diciendo que a su nueva maestra le gustaba cantar.

Lo que pocos saben de Francisco es la situación de precariedad en la que vive su familia. En su casa hay días en los que no hay nada para comer. Por lo regular, hace un solo tiempo de comida, si hay suerte dos, pero sólo si ocurre un milagro, podrán comer los tres tiempos. Por las fuertes lluvias en invierno, todo en su casa está mojado. En ocasiones, no hay calcetines ni limpios, ni secos. Él tiene una camisa y un pantalón para ir todos los días a la escuela. Su papá no tiene un trabajo estable. Hace mucho tiempo que dejó de tenerlo, ahora sale a buscar chatarra, o hace pequeños trabajos a los vecinos.

Lo cierto es que en Guatemala existen cientos, miles de niños con la misma historia que Francisco. Niños que tienen muchas ganas de aprender, cuyas ganas se irán desvaneciendo poco a poco, porque es necesario ser muy fuerte para resistir a la realidad de su familia, de su comunidad y de su escuela. “Con hambre, la letra no entra”, nos dijo un día una madre de familia; como aquella madre, la madre de Francisco sabe muy bien cuál es la causa de la problemática de la deserción y de la no promoción que afrontan muchos maestros en sus aulas, pero nunca es escuchada.

A lo largo de mis años de docencia y mi trabajo en el seno de ATD Cuarto Mundo, he aprendido, estando junto a la familia de Francisco y de otras cuantas más, que es necesario conocer para comprender la vida de los niños y sus familias, pues sólo esto permitirá que puedan avanzar y no ocupen las estadísticas de los excluidos del sistema educativo.

Elda García, Guatemala / Francia

cuando recibir se convierte en una vergüenza

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Joseph Wresinski, fundador de ATD Cuarto Mundo, escribe en su texto Compartir: “Por pobres que fuésemos, si un pobre golpeaba la puerta me decían: mira, anda toma un trozo de pan y algunos céntimos y se los das a ese pobre que ha tocado la puerta.”

Cuando lo leo, no dejo de pensar en las palabras de doña Mónica: “Nosotros también podemos dar, porque los pobres no estamos solamente para poner la mano y recibir”. Esta afirmación de doña Mónica me trae al recuerdo la cantidad de veces que fui testigo de los gestos que se hacían entre las familias de la comunidad donde vivíamos en Guatemala. A menudo, no se trataba de que la familia que decidía apoyar a otra familia tuviera “mucho más”; muchas veces estaban en el mismo estado de precariedad y aun así se ponían al servicio de los otros. Estos gestos no solamente estaban relacionados con el dinero, con la ropa y la comida, iban más allá, sobrepasaban el presente, porque lograban proyectarse hacia el futuro, con el deseo de ver al otro en una mejor condición.

Uno de los muchos ejemplos que viene a mi memoria es el de Doña Julia. Ella vivía muy de cerca la dura realidad que afrontaba su vecina con sus hijos en la escuela. Estando sola, su vecina no había logrado que sus tres hijos mayores pudieran seguir estudiando, era imposible asumir los gastos que a diario necesitaba hacer. Ahora, su cuarto hijo había ganado sexto grado de primaria y estaba motivado para seguir sus estudios. Para ella era imposible inscribirlo, más aún sostenerlo en su camino de aprendizaje. Un día, platicando yo con doña Julia, me dijo que ella deseaba apoyar a este adolescente para que llegara a graduarse como lo habían hecho sus hijos. Yo la había visto en otras oportunidades organizando a la comunidad para hacer pequeñas cosas en la cotidianidad, aun cuando ella también viviera fragilidades. Sabía que haría todo lo posible para que Walter siguiera estudiando. La vi hablar con otras vecinas, buscando una mochila, un pantalón, unos zapatos… vi que ella quería lo mejor para esta familia. Algunos apoyaron la iniciativa y fue así que Walter comenzó la nueva etapa, un camino lleno de muchas dificultades, por supuesto.

¿Qué significan estos gestos en medio de la miseria, en medio de la búsqueda por subsistir cada día? Muchas veces presencié el inmenso esfuerzo que realizan las familias más pobres para hacer crecer sus vínculos, signos de una búsqueda por la sobrevivencia comunitaria. No era fácil, pues había infinidad de obstáculos cada día; normal en estas tierras de incertidumbre, de hambre, de dolor, pero también de lucha. Del mismo modo, presencié a menudo  como, en el afán de “ayudar a las familias” muchos proyectos o personas individuales ponían en fragilidad o rompían estos esfuerzos.

¿Cómo y qué podemos hacer para que los vínculos construidos en estos espacios puedan reafirmarse en lugar de fragilizarse? Ante una dificultad cotidiana, podemos tender a buscar  una solución “rápida” y  dejarnos arrastrar por “la urgencia”. Es verdad que muchas veces no se trata de pensar sino de actuar, pero ¿qué hacer cuando existen otros signos que demuestran la presencia de la colaboración y de la solidaridad entre las familias? Muy a menudo, un proyecto o una ayuda exterior llega una sola vez, pero los lazos fraternales y la búsqueda de sobrevivencia se quedarán allí anclados en el corazón mismo de la comunidad. Nuestra acción no debería nunca poner en riesgo estos lazos de solidaridad y ayuda mutua, sino más bien acompañarlos para reforzarlos. 

Elda García, Guatemala / Francia

el verdadero terror

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A inicios de este mes, explotó una bomba en un bus en Guatemala. El delito fue atribuido a las maras. En los medios, se hablar de terror.

En la cárcel, asesinaron a un miembro de la mara 18. Supuestamente por ordenar el bombazo sin autorización de los demás. Con su muerte, y la muerte de los presuntos autores materiales en distintos lugares de la ciudad, se van las probabilidades de conocer la verdad.

Por las noches, evito pasar por la Plaza Central, hay dos o tres muchachos asaltando, casi siempre. Todos los vecinos del centro lo sabemos. Lo sabe la mujer que vende atol en la esquina. Lo saben los niños que venden chicles por las noches. Unos días después del bombazo, la “inteligencia” policial del sector evitó que estallara otra bomba en un bus. El crimen se combate con selectividad ¿o forman parte del mismo plan?

Simultáneamente a los bombazos, dos eventos importantes se desarrollaban en el país. El primero, la elección de magistrados para la Corte de Constitucionalidad, máximo orden de resolución de conflictos legales. El segundo, las enmiendas en el Congreso a la Ley Electoral y de Partidos Políticos. Dos hechos de suma importancia para reformar, de fondo, a este espacio de tierra llamado Guatemala. Pero las bombas en los buses, venden más.

Otro debate se reactiva: la pena de muerte, unos que sí, otros que no. Siempre de la mano con “el terrorismo”.

Mientras tanto, en algún asentamiento de la ciudad, Erik intenta de nuevo mantenerse en el tercer grado. Ya casi tiene 12 y se empieza a sentir incómodo entre los niños más pequeños. La escuela es aburrida y poco útil. Por las mañanas intenta vender con su mamá, a pesar de las burlas y de los dolores de la mujer que le dio la vida por la artritis.

Finalmente, se eligió a los magistrados de la Corte de Constitucionalidad, no todos están limpios, de hecho, casi nadie. Y las reformas a la Ley Electoral pasaron sin pena, ni gloria, dejando fuera importantes demandas como la validez del voto nulo, el transfuguismo y la igualdad de género.

Los bombazos se vuelven a mencionar de vez en cuando. En la Plaza Central siguen asaltando. Las opiniones respecto a la pena de muerte, nos dividen. Entre todo hay algo que realmente me aterra: que Erik deje de ir a escuela. Que él y tantos niños, niñas, adolescentes y jóvenes, se sumen a los otros 4 millones de niños, niñas y adolescentes guatemaltecos al margen de la educación. Me aterra que la escuela no se adapte y haga lo imposible porque estos niños, niñas y adolescentes aprendan y desarrollen todo su potencial. Me aterra que no existan programas de Estado para que los jóvenes encuentren algo en lo que son buenos y encuentren oportunidades. Me aterra pensar que pueden terminar explotados por una bomba, o explotándola, asaltando en la Plaza, haciéndose de la vista gorda frente a la corrupción, votando por incapaces, que no ocupen cargos de elección popular, o los ocupen para oprimir, me aterra que crean en los medios de comunicación sin cuestionar o que mueran por una inyección letal. Este es el verdadero terror.

Linda Gare, Guatemala

ni princesas, ni anti princesas

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Quién no recuerda a la bella durmiente, la cenicienta… y algunos superhéroes, que por años hicieron y aún hacen volar la imaginación de muchas niñas y muchos niños, cuentos clásicos, cuyo único sueño de las chicas, es la llegada de su príncipe azul y ser felices para siempre y la de los chicos el ser un apuesto galán, tener poderes, y los medios suficientes para vivir y mantener feliz a su familia para siempre.

En oposición a esta corriente casi caduca, se revelan los nuevos libros denominados «anti princesas» que buscan acertadamente romper los estereotipos frente al rol de la mujer y del varón.

La nueva corriente de libros anti princesas, narra al estilo infantil, la vida de diferentes personajes de la vida real con todos los esfuerzos que hicieron para cumplir sus sueños. Obras para niñas y niños que ameritan un gran reconocimiento. Sin embargo seguimos en el mundo del sueño, de que si te esfuerzas, tus sueños se harán realidad.

En el último informe de la Unesco, existen 58 millones de niñas y niños que no están escolarizados (Instituto de Estadística de la Unesco), es decir, no acceden al derecho a la educación, ¿qué pasa con estos niños, a qué se dedican?, ¿en qué están puestos sus sueños?. Una de las causas principales sin duda es la miseria, esa extrema pobreza a la que se condena a una parte de la población, sí, repito, se le condena, porque como afirmaba Joseph Wresinski: desde que un niño pobre aprende a caminar, las responsabilidades le vienen encima; sin tener siquiera el tiempo de iluminar o de expresar sus sueños, condenados muchas veces al silencio.

Sin embargo sus sueños están latentes, son reales, no sueñan con ser ni princesas ni príncipes, ni con ser personajes famosos, sueñan con cosas básicas y profundas: como el que nos compartía Jorge, un niño de 8 años, que tiene que salir a vender cada día cigarrillos a la calle, para poder apoyar en la economía de su casa: “me gustaría ir a la escuela”, “me gustaría estudiar “

Son más de 58 millones de niñas y niños confrontados a esta y otras realidades en el mundo, niñas y niños que luchan día a día, para sobrevivir, con la incertidumbre de no saber que será del mañana, niños a quienes no sólo se les niega el derecho a estudiar, sino también a soñar.

¿Cuántos sueños más se seguirán apagando, para asumir un compromiso personal o colectivo y hacer que los derechos dejen de ser simplemente sueños para una parte de la población?.

María Angélica Quispe, Perú/Francia