lámpara maravillosa

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Ocurre algunas veces que dos seres humamos se entienden de inmediato, como si hubieran sido ambos capaces, en tan solo unos segundos, de leer los secretos del corazón del otro.

Era sábado de Biblioteca de Calle en uno de los sectores más castigados por la pobreza en la capital guatemalteca. El barrio se levanta a lo largo de una sola calle de tierra; a mano derecha, una quebrada pone a todos sobre aviso de la cercanía del abismo. La biblioteca se instala en un pequeño terreno vacío a pocos metros de la entrada del barrio. Un puñado de niños nos recibe, impacientes de historias. De inmediato comienzan algunos de los animadores a preparar el espacio y los libros; otros caminan en busca de todos los niños y todas las niñas.

David me invita a acompañarle. Calle abajo, toca las puertas, saluda a adultos y niños, platica y anuncia la llegada de la biblioteca. Algunos patojos se unen inmediatamente a esa suerte de procesión hacia los libros en la que va progresivamente convirtiéndose el caminar de David; otros explican que todavía están preparándose y se unirán a su vuelta. Sigue la bajada hasta el final de la calle. Yo estaba de visita en Guatemala y era mi primera vez en el barrio. Mientras camino, ya rodeada de niños y tomada de la mano, pienso que, aún estando en medio de la ciudad, los barrios de la pobreza siempre parecen estar al final, al límite, al margen de todo… así insiste la quebrada mientras unos y otros trabajan: preparan atole para salir a vender, apilan el cartón rescatado de la basura, peinan a los niños, lavan la ropa…

En una de las casas hay una niña de unos ocho años que asoma su cabecita a través del espacio que queda entre el techo y la puerta, ambas de lata. David habla con ella y Lucía explica que su mamá trabaja desde el día anterior y ella cuida a su hermanito de tres años; la casa estaba cerrada y no tenían permiso para salir. Su abuelita —explica Lucía— vive muy cerca y quizás pueda darle permiso. “Va pues —decimos— vemos a la vuelta si se puede”, y seguimos la bajada hacia más niños. De regreso, caminamos en el alboroto de los numerosos patojos a nuestro alrededor. Ahora está también Vivi con nosotros, otra de las animadoras de la biblioteca. Lucía sigue encaramada a la puerta de su casa. Me conmueve profundamente lo visible de sus esfuerzos de niña valiente para no romper a llorar mientras nos dice que no vio a su abuelita y no podrá venir. También yo me esfuerzo para ser valiente y seguir nuestro camino hacia la biblioteca.

Años antes, yo había participado en un grupo de trabajo durante la investigación-acción participativa La miseria es violencia en el que unas madres describían justamente esto: tener que salir a trabajar y dejar a los niños solos en casa, tener siempre miedo de que algo les pase, estar obligadas a correr tales riesgos para buscar el alimento, tener que elegir entre el peligro de dejar la casa abierta y que la violencia entre, o cerrar la casa y que algo les pase dentro, salir de casa con los niños aún dormidos y regresar por la noche con ellos dormidos de nuevo, dejar a los hijos mayores a cargo de los pequeños y ser en realidad todos pequeños… todos estos riesgos para la supervivencia, peligros que a penas se esquivan para la supervivencia que a penas se logra… Todo esto me lo había dicho de nuevo el rostro de Lucía en unos pocos minutos, y también su profundo deseo de venir con nosotros al encuentro con los libros.

Ya en el espacio de biblioteca, hablan David y Vivi sobre Lucía. David agarra unos libros y retoma el camino hacia su casa para cumplir la promesa que acabábamos de hacerle Vivi y yo: leer para ella cuentos desde fuera. Yo me quedo en la biblioteca junto al resto de animadores, y un grupito de niños se reúne a mi alrededor. Al ratito, como por arte de magia, veo llegar a Lucía junto a otros dos niños; se acerca a mí rápidamente, abre los brazos y sonríe una sonrisa inmensa sin decir una sola palabra. Yo también sonrío y abro los brazos, y nos abrazamos como si acabáramos de salir las dos victoriosas de una gran aventura, como si acabara de cumplirse para nosotras nuestro deseo común para el genio de la lámpara maravillosa, como si esos minutos de conocernos a la puerta de su casa hubieran sido suficientes para leer todos los secretos de nuestros corazones… Su abuelita había regresado y David había podido hablar con ella para traer a Lucía, a su hermanito y a su tía, también niña pequeña. Tras nuestro abrazofiesta, los tres se sientan a mi lado, junto a los otros niños que ya me acompañaban, y leemos y después cantamos y después juntos hacemos la actividad manual que se había preparado.

Durante más de diez años participé semanalmente en una Biblioteca de Calle, primero en Madrid, después en Londres. Ahora lo hago a menudo durante mis viajes con motivo de mi responsabilidad en el seno de la delegación de ATD Cuarto Mundo para América Latina y el Caribe. A lo largo de los años, he atesorado numerosos momentos que dan testimonio de lo que permanece intacto en el corazón de los niños a pesar de la dureza de la vida en la miseria, la infancia intacta en ellos a pesar de las dificultades a las que tienen que hacer frente. Nuestra suerte compartida son estos espacios en los que eso que es esencial y permanece en cada niño y cada niña puede abrirse, mostrarse, celebrarse, crecer… estar en la luz. En Guatemala, David, Vivi, Nathalie, Cristina, Miriam, Lorena, Delphine, Guillermo… animan cada semana la Biblioteca de Calle de ATD Cuarto Mundo y junto con los niños y niñas frotan y frotan la lámpara maravillosa de Aladino, logran hacer salir al genio, salir victoriosos, compartir lo que cada uno lleva en su corazón. De esta manera se suman las Bibliotecas de Calle a los esfuerzos que cada día hacen las madres y padres en situación de pobreza para construir un futuro mejor para sus hijos.

Tras el rato de lectura y el canto, llega la propuesta de actividad manual. En esta ocasión, se trata de un corazón para celebrar el día de la madre. Lucía prepara su corazón de cartulina al tiempo que ayuda a su hermanito a hacer el suyo, y después dibuja otros muchos corazones y escribe: «Mami te amo. Te amo mami. La adoro mami».

Lucía, su hermanito y su pequeña tía aprovechan la biblioteca hasta el final. David va a acompañarles hasta su abuelita, y así compartir con ella sobre lo que los niños vivieron durante la mañana. Antes de irse, Lucía abre de nuevo los brazos y nos reúne a los cuatro en un solo abrazo. Sus bracitos de niña de ocho años son infinitos, plenos de fuerza y ternura. Agradezco conmovida a los tres niños y les digo “He sido muy feliz hoy con ustedes”. Lucía sonríe y nos abarca de nuevo a todos en un último abrazo: celebración de los cuentos compartidos y los secretos de nuestros corazones, de la Biblioteca de Calle, sus niños, los padres y los animadores, del reconocimiento y el amor para su madre que lleva entre sus manos, de toda la belleza e infancia que hay en Lucía, lámpara maravillosa.

Beatriz Monje Barón, Ciudad de México / Guatemala

en twitter @beatriz_monje_

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palabras para mañana, hoy

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Como suelo hacer dentro de mis labores de comunicación, buscaba entre las páginas del libro Palabras para mañana de Joseph Wresinski alguna frase para publicar por las redes sociales. Un párrafo me detuvo:

“Yo tengo tantísimos niños como él en mi recuerdo,
que murieron por culpa de la miseria.
Tal como esos dos niños que, estos mismos días,
a pocos pasos de allí,
murieron quemados vivos en una caravana.
Tantísimos niños que me hacen pensar en una madre
cuyo hijo también murió para ser testigo
de la miseria que pesa sobre los pobres,
y que, desde lo alto del cadalso, pedía perdón
para una humanidad ignorante e inconsciente”.

El miércoles 8 de marzo, un incendio provocado quemó a un grupo de niñas y adolescentes del Hogar Virgen de la Asunción en San José Pinula, Guatemala. Hoy, cuarenta de ellas murieron. A lo largo de las últimas semanas, de boca en boca o por medios de comunicación, escuchamos las historias de las chicas, una constante: la pobreza, ellas y sus familias privadas de poder acceder a sus derechos.

De mis ojos brotan de nuevo las lágrimas al leer el texto de Wresinski, publicado en 1986: “murieron quemados vivos”, “pedía perdón para una humanidad ignorante e inconsciente”. Ahora mismo, mientras escribo, otro grupo de jóvenes más de un penal para menores de edad se amotinan, dadas las precarias condiciones de vida. Ahora mientras escribo, un niño o niña muere a causa de la desnutrición; ahora, matan a un joven a punta de machete; ahora, muere una adolescente dando a luz; y me pregunto: ¿cuántos niños, niñas, adolescentes y jóvenes más veremos morir? ¿Estaremos 30 años más tarde leyendo sobre personas que mueren quemadas vivas?

En los últimos días, cientos de activistas y ciudadanos nos hemos movilizado exigiendo justicia, afirmamos que #FueElEstado, que a lo largo de la historia ha dejado a gran parte de la población viviendo en la exclusión y al margen del ejercicio de sus derechos. Además, quienes conocemos las complejidades de la vida en la pobreza, rechazamos enérgicamente que se señale a los padres y madres de las niñas o a las niñas mismas como culpables.

La vida de los más pobres no es nada sencilla de explicar, más bien pienso que se comprende mejor caminando a su lado, en estos momentos de más consternación invitamos al encuentro con los que tienen una vida más difícil, invitamos a la lucha por los derechos de la familia (de todo tipo), invitamos a la lectura de “Palabras para mañana”, invitamos a la movilización en los barrios, invitamos a la acción para que nunca vuelva a morir nadie a causa de la violencia de la miseria, #PobrezaNuncaMás.

Linda Gare, Guatemala

En twitter @lindagare

 

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lo vi de nuevo

Muy temprano por la mañana, suena el timbre de la casa. Es miércoles, el día en que la Casa Cuarto Mundo en Guatemala ciudad estaba abierta para permitir un respiro a las personas que viven y trabajan en la calle. Cargando un bolsa con su ropa para lavar y algunos alimentos que habían recuperado, algunos de los jóvenes que conocíamos se acercaban para tomar una taza de café, bañarse, escuchar música, utilizar la computadora o simplemente dormir por un momento: tiempo para descansar o retomar fuerzas.

A menudo, sus apariencia física era particular a causa del fuerte consumo de solventes que había provocado daños irreversibles en su cuerpo. Con frecuencia, las personas huyen de ellos nada más verlos. Cualquiera podía decir que pasaban todo el día tendidos en la calle, pero los que conocen su cotidianidad saben que también hacen esfuerzos para sobrevivir a través de pequeños trabajos que algunas personas del barrio les confían. A pesar de que no era fácil poder trabajar, se esfuerzan por conseguir para el día a día.

En aquella época, uno de ellos apoyaba a una mujer que salía todos los días a vender jugo de naranja en el barrio. Él se encargaba de sacar la mesa, los bancos y todo lo que ella necesitaba. Preparaba el lugar de la venta. Algunas veces, pudimos verlo cargar la carreta con todas las cosas. Se levantaba temprano para hacer su trabajo. Era lo que le permitía ganarse unos pocos quetzales al día. Luego se iba cerca de los camiones que traían la basura. Allí podía recuperar algunas cosas o simplemente encontrar algo para comer. Decir que “encontraba algo para comer” significa que rescataba aquello que otros habían desechado, por lo regular, la comida que estaba ya caducada.

Cuando en la casa Cuarto Mundo preparaba su comida, había que soportar el fuerte olor a descomposición que emanaba de su preparación. Era algo que me indignaba siempre, ¡qué injusticia que en este mundo muchos en la calle viven de las cosas que otros tiran, y no siempre en buen estado! No había manera de convencerlo de no comerla, aun cuando estaba descompuesta, para él aun era posible de rescatarla, y de todas maneras iba a comerla. En medio de esta dura e insoportable realidad este joven compartía la comida con sus amigos. Siempre lo veía sacar dos o tres platos para servir a los otros.

Hace unos días pensé nuevamente en él. En una calle de París, un grupo de seis o siete personas estaban casi dentro de un bote enorme de basura. Al principio no entendía bien qué hacían allí, tratando de dar vuelta al bote. Un minuto después lo supe: estaban queriendo sacar las frutas, verduras y el pan que los trabajadores de un supermercado cercano habían tirado. Seguramente era la hora habitual de hacerlo. Todos tenían sus bolsas listas para llenarlas. Pero también había algo de particular en la escena: se podía decir que estaban organizados de tal manera que se repartían lo que sacaban. En un momento, algunos de ellos tomaron su bicicleta y se fueron. Los que quedaron tomaron el tiempo para ordenar el producto y ponerlo en las bolsas y volver a poner el bote en su lugar. Después de unos minutos, el recipiente estaba completamente vacío.

No importa si es cerca de un basurero, a la puerta de un supermercado, o en una pequeña o gran ciudad; la misma escena, con diferentes protagonistas, será vista alrededor de los lugares destinados para la basura, lugares que se convierten en posibilidades inmediatas para sostener a gran cantidad de familias tocadas fuertemente por la miseria. Porque lo desechable para algunos será el rescate de otros.

Elda García, Guatemala/Francia

 

con admiración

Con admiración

Miro a mi gente humilde

De corazón y vestuario

Sus casas de barro

De lámina o cartón

Trabajan comprometidos

Cada día sin importarles

Inclementes dolores

De la vida dura

Compromiso de darles una mejor formación a sus hijos

Cumplir contra viento y marea

Todos sus compromisos

Para sus seres queridos

Aun si sus derechos humanos son violados

Y que únicamente la sociedad alta les grite

Que tienen que cumplir con sus obligaciones,

Sin importarle que se roban el dinero del estado

Y mi gente sigue

Con la frente en alto

Con todas sus fuerzas

Viendo con esperanzas de un nuevo cambio

En una sociedad de igualdad

Donde el rico ame al pobre y el pobre al rico

Raquel Juárez, Guatemala

cuando los caminos se cierran

(c) ATD Cuarto Mundo

A principios de los años 60, empezó el deterioro del sistema ferroviario en Guatemala. En ese momento también dieron inicio, al lado de la linea férrea, las llamadas invasiones u ocupaciones ilegales, en realidad asentamientos humanos precarios. La cifra de hace un par de años: 800 aproximadamente en todo el país.

Si viajas al norte, al sur o al occidente del país, seguro te encontrarás en algún momento con alguno de estos asentamientos. Cada lugar tiene su particularidad. Algunos mucho más espaciosos que otros, pero casi todos catalogados como zonas rojas, es decir, áreas conflictivas o peligrosas.

En todos ellos, las personas que los habitan carecen de agua potable, energía eléctrica, desagües, asfalto y acceso a condiciones básicas para vivir dignamente. Agregado a esta realidad, las familias sufren de discriminación y de humillación. La mayoría son gente sencilla, con escasos o ningún estudio. Casi todos realizan trabajos informales.

En Escuintla, ciudad al sur del país, me encontré con uno de estos asentamientos. Más de 100 familias instaladas desde hace muchos años. A un lado, una colonia formal es la que sostiene su precariedad. De cada vivienda salen pequeños alambres que llevan la energía eléctrica desde el poste central del alumbrado público. Tres accesos son posibles para la comunidad. Uno de ellos es extremadamente peligroso, debido a la autopista construida en sus alrededores. La entrada más utilizada es la que los relaciona con la comunidad un poco más desarrollada. La escuela próxima está a un cuarto de hora aproximadamente.

Una pequeña calle de tierra es suficiente para entrar a esta realidad. Todos se conocen, todos se saludan. La vida aquí enfrenta a sus pobladores a muchos desafíos, uno de ellos la preocupación por mantener buenas relaciones con sus vecinos de la colonia próxima. Pero no siempre es posible, existen cosas grandes y pequeñas que ponen en evidencia la fragilidad de las relaciones interpersonales, y eso en la mayoría de los casos es inevitable. Uno de estos días, cuando las cosas no están bien, los rumores corren: el grupo responsable de velar por la seguridad de los vecinos de la colonia había tomado la decisión de cerrar el acceso principal a la comunidad. En los últimos meses la violencia se ha incrementado, y esto hace brotar aun más el miedo, no sólo en la colonia, sino en todo el Departamento de Escuintla. La reflexión los llevaba a pensar que bloqueándoles el paso, los problemas de violencia desaparecerían. De esa manera se estaban protegiendo.

Por el lado de las familias instaladas, había una gran preocupación: esta entrada es la que permite a los niños el paso más rápido para asistir a la escuela. De otra manera tendrían que salir por la carretera con más riesgo. Lo seguro es que esto impediría a los más frágiles su asistencia regular a la escuela. Con las personas expuestas a los peligros de atravesar la carretera principal, ¿cuántas vidas podría costar esta “solución”? Sin pasarelas para el paso de un lugar a otro, sin señalizaciones, etc. la vida está en riesgo. La decisión generaría una entrada menos en la economía de las familias, pues hay una dinámica de sobrevivencia que pasa por las ventas de frutas, de comida, entre otras cosas.

Mas allá de todo esto, hay un tema mucho más profundo, el de la construcción de relaciones interpersonales que sobrepasen las clases sociales. Los primeros en romper estas barreras son los niños y jóvenes. Estando en la escuela es más fácil hacer amistad con unos y con otros. Al contrario de esta realidad, cerrando esta entrada se fragilizarían o se romperían los esfuerzos de muchos. Dejar a un grupo de personas encerradas para “aplacar los peligros” o encerrarnos nosotros mismos no es la solución. Pareciera que el objetivo es querer invisivilizar la vida de estas familias. No se trata de querer idealizar las relaciones entre las poblaciones que viven situaciones difíciles y las que no las viven, simplemente es que, para poder crecer en nuestra humanidad necesitamos relacionarnos, para que en medio de nuestras diferencias busquemos de entendernos y hacer esfuerzos para construir la paz. Es cierto que se dice muy fácil, pero en la cotidianidad debe haber mucha tolerancia y esfuerzo. No es fácil pero tampoco imposible. Otro mundo es posible, sí, posible cuando las barreras de la indiferencia, del miedo hacia el otro y sobre todo de los prejuicios se desvanezcan y nos hagan ver en realidad que el lugar donde vives no te hace ni menos ni mejor persona. Se trata de lo que cada uno lleva adentro y eso hay que descubrirlo.

Felizmente la idea fue abandonada semanas después, dejando a los habitantes de la linea con una preocupación más, pues a pesar de todos los esfuerzos que puedan hacer para mantener las buenas relaciones, nunca parecen suficientes para romper con los estigmas sociales, principalmente el de generalizar que todos son malos en este lugar. De un momento a otro las decisiones más radicales podrían ser tomadas, sin darse cuenta que éstas pueden ser trascendentales en la vida de una comunidad.

Elda García, Francia / Guatemala

reciclaje en la pobreza: entre la sobrevivencia y la conciencia

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Mucho se lee o se escucha de los grandes eventos que tratan sobre el tema del cambio climático. Luego de la COP21 en París en diciembre 2015, ahora se habla de la Cumbre Climática COP22 que se desarrolla en Marruecos estos días de noviembre 2016. Entre los objetivos de la COP22 está el de ayudar a los países en vías de desarrollo a elaborar programas contra el cambio climático. Al mismo tiempo de este evento mundial, en Guatemala, mi país, se presenta la iniciativa de ley que prohibirá el uso de las bolsas plásticas, un primer paso en esta responsabilidad ambiental asumida por los Estados.

La mayoría de veces, las frases y conceptos técnicos se pierden en los documentos; nadie desconoce que la mayoría de los desechos y de las conductas consumistas vienen de los países “desarrollados”, que si bien es cierto proponen medidas para reducir los impactos ambientales, también son los primeros en evidenciar la falta de un compromiso real. Eso puedo verlo en el día a día y es una de las cosas que siguen impactándome desde que vivo en Francia.

Más allá de estas cumbres internacionales, están los esfuerzos cotidianos invisibilizados que llevan a los habitantes de ciudades, de barrios y de los más sencillos lugares habitados, a realizar cosas concretas para hacer frente a esta problemática mundial.

Caminando un día por la calle en Francia, me encontré con una cantidad de muebles en buen estado. No entendí qué hacían en las puertas de las casas hasta que alguien me explicó que son las cosas que las personas tiran porque ya no son útiles. No entiendo bien cómo las personas pueden tirar estos muebles y objetos. En mi país es casi imposible ver esto. Los objetos se venden como de segunda mano o se tiran cuando verdaderamente ya no pueden servir. Otros se comparten entre nuestra familia o se ofrecen a alguien muy cercano. Pero claro, Francia es un país donde cada día hay algo nuevo para comprar.

Viendo esta realidad no dejo de pensar en Guatemala, donde muy a menudo nos encontramos con personas que están recuperando lo que se estropea. Es tan difícil obtener todo, que no podríamos desecharlo tan fácilmente. Hasta lo que parece ya inservible ¡puede ser rescatado! Para unos, recuperar o reciclar es un trabajo, para otros simplemente es una manera de ahorrar.

Viene a mi memoria un hombre cuyo trabajo es hacer reparaciones de todo lo que encuentra. Cuando lo veía, siempre estaba con algún proyecto en sus manos: una plancha, las láminas de su casa, el radio del vecino, etc. Un día que vino a nuestra casa porque el ventilador se había descompuesto, rápidamente nos dijo: “eso es fácil de arreglar”. Y claro, lo hizo funcionar luego de un rato trabajando. Para él era difícil imaginar que un objeto fuera a la basura; sabía muy bien cómo sacar provecho de todas las cosas que para algunos “ya no tenían solución”. Era de esa manera como lograba obtener algunos quetzales para la comida del día. Todo en su casa había sido recuperado: la televisión, la radio, la plancha, las camas, realmente todo ¡Y lo contaba con orgullo! Lo que me parecía increíble, era que muchas veces elaboraba el producto que necesitaba para la reparación. Cuando le preguntaba ¿cómo ha aprendido esto?, siempre me contestaba: ¡la vida me ha enseñado!

Otro joven que trabaja todos los días vendiendo cosas de segunda mano en un mercado popular me explicaba cómo lograba rescatar algunas cosas: a veces recogía de la basura muñecas viejas que sabía que podían reparar. Con mucho cuidado desarma cada pieza. Si tienen ropa, la lava y la plancha. Las que son de tela, hay que descoserlas con cuidado. Algunas necesitan cambio. Las partes que son de plástico las limpia muy bien y luego la arma. La muñeca vuelve al mercado, donde alguien podrá pagar por ella un precio cómodo. Es un trabajo artesanal que requiere de mucho cuidado. También es claro que la mayoría de personas no lo hace por una conciencia ecológica, sino más bien por sobrevivencia.

Para los más pobres reutilizar es la única opción. Y así nos encontramos frente a los verdaderos expertos, aquellos que resisten, descubren y ponen en práctica mecanismos certeros para frenar la destrucción acelerada de nuestra tierra. Inconscientemente se declaran como los primeros colaboradores de esta limpieza mundial,  ¿a qué esperamos entonces para tomarlos en cuenta y enriquecer esta búsqueda de las soluciones para salvar nuestro planeta?

Elda García, Francia / Guatemala

En la portada: doña Ester Hernández con una de sus creaciones. Taller ‘Trabajar y Aprender Juntos’, artesanías hechas de papel reciclado. Guatemala.

con hambre, la letra no entra

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Durante algunos años he formado parte del equipo permanente de ATD Cuarto Mundo en Guatemala, un movimiento de personas que cree que la miseria no es inevitable, sino que es causada por relaciones injustas y podemos destruirla. Antes de eso, ejercí la docencia durante siete años en el sector público y también privado, este ha sido un tiempo muy importante para mi formación.

En el marco de las acciones de carácter educativo que ATD Cuarto Mundo llevaba a cabo en un asentamiento de la costa sur del país, Francisco venía a nuestra sede tres veces a la semana por la tarde. Junto a él, otros niños también participaban. Entonces tenía doce años. Al iniciar el ciclo escolar, nuevamente podíamos ver en él su entusiasmo, la actitud positiva que lo caracterizaba a pesar de que era la cuarta vez que iniciaba el primer grado de primaria.

Las cosas no eran fáciles. Cada año era más evidente la diferencia entre sus compañeritos de clase y él. En realidad, así fue desde que a causa de la pobreza extrema de su familia, no fue posible para Francisco ingresar a la escuela a la edad establecida. En el salón, pero también en la comunidad, se burlan de él: ya todos saben la cantidad de años que ha estado en el mismo grado. Además, es uno de los primeros que ocupa los lugares del grupo C, en otras palabras, el grupo de los peores, o las tortugas, o los menos avanzados, o como quiera llamar la maestra a los que tienen dificultades para aprender.

Casi nunca pasa desapercibido dentro del grupo de niños. Algunos se quejan porque muy a menudo llega con olor muy fuerte en él, otros lo toman como una razón más para alejarse. En el recreo, casi siempre está solo, en una esquina. Viendo correr a todos los niños, simplemente sonríe. Sus ganas de seguir en la escuela son fuertes. Si se entera de que hay cambio de maestra, está aún más feliz, cree que esta vez las cosas van a cambiar. Un día llegó muy contento, diciendo que a su nueva maestra le gustaba cantar.

Lo que pocos saben de Francisco es la situación de precariedad en la que vive su familia. En su casa hay días en los que no hay nada para comer. Por lo regular, hace un solo tiempo de comida, si hay suerte dos, pero sólo si ocurre un milagro, podrán comer los tres tiempos. Por las fuertes lluvias en invierno, todo en su casa está mojado. En ocasiones, no hay calcetines ni limpios, ni secos. Él tiene una camisa y un pantalón para ir todos los días a la escuela. Su papá no tiene un trabajo estable. Hace mucho tiempo que dejó de tenerlo, ahora sale a buscar chatarra, o hace pequeños trabajos a los vecinos.

Lo cierto es que en Guatemala existen cientos, miles de niños con la misma historia que Francisco. Niños que tienen muchas ganas de aprender, cuyas ganas se irán desvaneciendo poco a poco, porque es necesario ser muy fuerte para resistir a la realidad de su familia, de su comunidad y de su escuela. “Con hambre, la letra no entra”, nos dijo un día una madre de familia; como aquella madre, la madre de Francisco sabe muy bien cuál es la causa de la problemática de la deserción y de la no promoción que afrontan muchos maestros en sus aulas, pero nunca es escuchada.

A lo largo de mis años de docencia y mi trabajo en el seno de ATD Cuarto Mundo, he aprendido, estando junto a la familia de Francisco y de otras cuantas más, que es necesario conocer para comprender la vida de los niños y sus familias, pues sólo esto permitirá que puedan avanzar y no ocupen las estadísticas de los excluidos del sistema educativo.

Elda García, Guatemala / Francia

cuando recibir se convierte en una vergüenza

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Joseph Wresinski, fundador de ATD Cuarto Mundo, escribe en su texto Compartir: “Por pobres que fuésemos, si un pobre golpeaba la puerta me decían: mira, anda toma un trozo de pan y algunos céntimos y se los das a ese pobre que ha tocado la puerta.”

Cuando lo leo, no dejo de pensar en las palabras de doña Mónica: “Nosotros también podemos dar, porque los pobres no estamos solamente para poner la mano y recibir”. Esta afirmación de doña Mónica me trae al recuerdo la cantidad de veces que fui testigo de los gestos que se hacían entre las familias de la comunidad donde vivíamos en Guatemala. A menudo, no se trataba de que la familia que decidía apoyar a otra familia tuviera “mucho más”; muchas veces estaban en el mismo estado de precariedad y aun así se ponían al servicio de los otros. Estos gestos no solamente estaban relacionados con el dinero, con la ropa y la comida, iban más allá, sobrepasaban el presente, porque lograban proyectarse hacia el futuro, con el deseo de ver al otro en una mejor condición.

Uno de los muchos ejemplos que viene a mi memoria es el de Doña Julia. Ella vivía muy de cerca la dura realidad que afrontaba su vecina con sus hijos en la escuela. Estando sola, su vecina no había logrado que sus tres hijos mayores pudieran seguir estudiando, era imposible asumir los gastos que a diario necesitaba hacer. Ahora, su cuarto hijo había ganado sexto grado de primaria y estaba motivado para seguir sus estudios. Para ella era imposible inscribirlo, más aún sostenerlo en su camino de aprendizaje. Un día, platicando yo con doña Julia, me dijo que ella deseaba apoyar a este adolescente para que llegara a graduarse como lo habían hecho sus hijos. Yo la había visto en otras oportunidades organizando a la comunidad para hacer pequeñas cosas en la cotidianidad, aun cuando ella también viviera fragilidades. Sabía que haría todo lo posible para que Walter siguiera estudiando. La vi hablar con otras vecinas, buscando una mochila, un pantalón, unos zapatos… vi que ella quería lo mejor para esta familia. Algunos apoyaron la iniciativa y fue así que Walter comenzó la nueva etapa, un camino lleno de muchas dificultades, por supuesto.

¿Qué significan estos gestos en medio de la miseria, en medio de la búsqueda por subsistir cada día? Muchas veces presencié el inmenso esfuerzo que realizan las familias más pobres para hacer crecer sus vínculos, signos de una búsqueda por la sobrevivencia comunitaria. No era fácil, pues había infinidad de obstáculos cada día; normal en estas tierras de incertidumbre, de hambre, de dolor, pero también de lucha. Del mismo modo, presencié a menudo  como, en el afán de “ayudar a las familias” muchos proyectos o personas individuales ponían en fragilidad o rompían estos esfuerzos.

¿Cómo y qué podemos hacer para que los vínculos construidos en estos espacios puedan reafirmarse en lugar de fragilizarse? Ante una dificultad cotidiana, podemos tender a buscar  una solución “rápida” y  dejarnos arrastrar por “la urgencia”. Es verdad que muchas veces no se trata de pensar sino de actuar, pero ¿qué hacer cuando existen otros signos que demuestran la presencia de la colaboración y de la solidaridad entre las familias? Muy a menudo, un proyecto o una ayuda exterior llega una sola vez, pero los lazos fraternales y la búsqueda de sobrevivencia se quedarán allí anclados en el corazón mismo de la comunidad. Nuestra acción no debería nunca poner en riesgo estos lazos de solidaridad y ayuda mutua, sino más bien acompañarlos para reforzarlos. 

Elda García, Guatemala / Francia

el valor de la vida

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Vi morir a personas en la calle”, es una cruda frase que confieso cuando alguien me pregunta sobre por qué “querer cambiar el mundo”. La repito, para mí o en voz alta, para saber que esa situación no es normal. También recuerdo nombres: Alberto, Cristóbal, Willy, Érica… porque son personas, humanos, los que han dejado su vida a causa de la miseria de vivir o trabajar en la calle.

Atrás dejé los días en los que cada martes caminaba a la zona 3, en los alrededores del basurero municipal, para colorear con los muchachos. En los que mi amigo Mansor me advertía y describía lo que significaba para una mujer compartir con personas que están en las drogas, por ejemplo. Volvía agotada, pero esos días me permitieron descubrir lo que vale la vida en un país como el mío.

Llamaron a los bomberos, pero no vinieron”, ya no entraban al barrio, era peligroso y si la persona que había perdido el conocimiento vivía en la calle, no importaba tanto, según ellos. Estas duras afirmaciones vinieron a mi mente al leer en diferentes medios de comunicación sobre una serie de asesinatos de personas que viven en la indigencia. En realidad no es nada nuevo, solo cobró importancia mediática, que pone sobre la mesa la situación de vida de estas personas ¿cómo nos solidarizamos?, ¿qué medidas tomamos como sociedad civil?, ¿qué exigimos a las autoridades?, ¿qué instituciones trabajan en el tema?, ¿nuestras vidas valen lo mismo?

No tener qué comer y tomar algo de la basura, o pasar las noches lluviosas completamente empapados bajo un camión recolector, son sin lugar a dudas momentos difíciles de vivir. Sin embargo, hay algo que pesa mucho más: saber que para el otro no valés nada. A este propósito aprendí, en ATD Cuarto Mundo y en el Movimiento de Jóvenes de la Calle -Mojoca-, que no importa mucho si tenés talentos o no, siempre hay algo que ofrecer a los demás: vos mismo, tu amistad, tu solidaridad. Sin lugar a dudas, en ese camino descubrimos que nuestras vidas valen exactamente lo mismo.

Linda Gare, Guatemala

aquellas madres niñas…

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Una casa bastante agradable albergaba a aproximadamente 12 niñas y jóvenes, la mayoría de ellas venía de vivir en la calle. Fue hace muchos años, a partir de un programa de práctica alternativa en la universidad, cuando tuve la oportunidad de apoyar en una institución que recibía a jóvenes, que por diferentes razones, eran madres a muy corta edad. El hogar tenía una dinámica bastante fuerte para permitir a cada una aprender a cuidar a su hijo, y cuando las circunstancias lo requerían, apoyar a otra compañera para permitirle que fuera a trabajar o a estudiar. Gestos de apoyo mutuo se vivían en la cotidianidad de la casa. Las “reglas” estaban pensadas para empujar a vivir una fuerte solidaridad. Cada fin de semana, cuando venía a su encuentro, era impactada por la realidad y la historia que cada jovencita portaba.

Guardo muy gratos recuerdos de mi estancia en ese lugar, que me permitió entender sobre lo que significa ser madre, cuando no importa la edad, las circunstancias adversas o la mirada de la gente. En una oportunidad, alguien sacó a luz el tema de “regalar a un hijo o abortarlo”. Casi en coro, todas estas chicas hablaron sobre lo importante que era este ser en su vida. Algunas aún no lo tenían, pero por nada del mundo estaban dispuestas a dejarlo.

Desde el otro lado del mundo donde yo vivía (con un trabajo y una familia estable, además de ser privilegiada para asistir a la universidad) no lograba entender por qué se aferraban a esa criatura, en medio de “una vida miserable” que difícilmente les iba a permitir dar lo básico a ese niño. Pero allí estaban ellas, con sus 14 o 15 años diciéndome que a pesar de toda circunstancia, iban a tener y mantener a su hijo. Y es que las situaciones que vivían no eran fáciles de entender, diría, ni por ellas mismas muchas veces.

Desde este tiempo han pasado casi 18 años. No es posible olvidar esta experiencia, pues en el archivo de mis recuerdos guardo los rostros de cada una de ellas, que me ayudaron a entrar a esta comprensión.

Sus rostros volvieron una y otra vez en mi cabeza, cuando de nuevo me encontré con jovencitas, que vivían en barrios pobres, donde teníamos una presencia cotidiana, a través de acciones culturales. Lo que se evidencia es que no se trata solamente de una problemática en familias pobres, se vive a todo nivel, en todo estrato social.

Muchas veces me pregunté ¿Qué es lo que se necesita para detener “este problema” en las familias pobres? La respuesta concretamente no la tengo, pero lo que aprendí de ellas, es que finalmente tener un niño permite tener un lugar en la sociedad, eres madre, y eso te hace existir, te hace tener un motivo para luchar, para sentirte útil. Porque cuando no es posible asistir a la escuela, acceder a un trabajo digno, a los servicios de salud, tampoco a los espacios de recreación, etc. ¿Qué rol juegas en una sociedad? Estás, pero no estás…

Elda García, Guatemala/Francia

* Cabecera: óleo sobre lienzo /César Plasencia