lo vi de nuevo

Muy temprano por la mañana, suena el timbre de la casa. Es miércoles, el día en que la Casa Cuarto Mundo en Guatemala ciudad estaba abierta para permitir un respiro a las personas que viven y trabajan en la calle. Cargando un bolsa con su ropa para lavar y algunos alimentos que habían recuperado, algunos de los jóvenes que conocíamos se acercaban para tomar una taza de café, bañarse, escuchar música, utilizar la computadora o simplemente dormir por un momento: tiempo para descansar o retomar fuerzas.

A menudo, sus apariencia física era particular a causa del fuerte consumo de solventes que había provocado daños irreversibles en su cuerpo. Con frecuencia, las personas huyen de ellos nada más verlos. Cualquiera podía decir que pasaban todo el día tendidos en la calle, pero los que conocen su cotidianidad saben que también hacen esfuerzos para sobrevivir a través de pequeños trabajos que algunas personas del barrio les confían. A pesar de que no era fácil poder trabajar, se esfuerzan por conseguir para el día a día.

En aquella época, uno de ellos apoyaba a una mujer que salía todos los días a vender jugo de naranja en el barrio. Él se encargaba de sacar la mesa, los bancos y todo lo que ella necesitaba. Preparaba el lugar de la venta. Algunas veces, pudimos verlo cargar la carreta con todas las cosas. Se levantaba temprano para hacer su trabajo. Era lo que le permitía ganarse unos pocos quetzales al día. Luego se iba cerca de los camiones que traían la basura. Allí podía recuperar algunas cosas o simplemente encontrar algo para comer. Decir que “encontraba algo para comer” significa que rescataba aquello que otros habían desechado, por lo regular, la comida que estaba ya caducada.

Cuando en la casa Cuarto Mundo preparaba su comida, había que soportar el fuerte olor a descomposición que emanaba de su preparación. Era algo que me indignaba siempre, ¡qué injusticia que en este mundo muchos en la calle viven de las cosas que otros tiran, y no siempre en buen estado! No había manera de convencerlo de no comerla, aun cuando estaba descompuesta, para él aun era posible de rescatarla, y de todas maneras iba a comerla. En medio de esta dura e insoportable realidad este joven compartía la comida con sus amigos. Siempre lo veía sacar dos o tres platos para servir a los otros.

Hace unos días pensé nuevamente en él. En una calle de París, un grupo de seis o siete personas estaban casi dentro de un bote enorme de basura. Al principio no entendía bien qué hacían allí, tratando de dar vuelta al bote. Un minuto después lo supe: estaban queriendo sacar las frutas, verduras y el pan que los trabajadores de un supermercado cercano habían tirado. Seguramente era la hora habitual de hacerlo. Todos tenían sus bolsas listas para llenarlas. Pero también había algo de particular en la escena: se podía decir que estaban organizados de tal manera que se repartían lo que sacaban. En un momento, algunos de ellos tomaron su bicicleta y se fueron. Los que quedaron tomaron el tiempo para ordenar el producto y ponerlo en las bolsas y volver a poner el bote en su lugar. Después de unos minutos, el recipiente estaba completamente vacío.

No importa si es cerca de un basurero, a la puerta de un supermercado, o en una pequeña o gran ciudad; la misma escena, con diferentes protagonistas, será vista alrededor de los lugares destinados para la basura, lugares que se convierten en posibilidades inmediatas para sostener a gran cantidad de familias tocadas fuertemente por la miseria. Porque lo desechable para algunos será el rescate de otros.

Elda García, Guatemala/Francia