Hace unos días escuchaba a Beatriz Aragón, médica de familia que desde hace años anda metida en el Equipo de Intervención con Población Excluida en el barrio Cañada Real (Madrid), citar a un autor que también me descubrió ella mucho antes, Didier Fassin, con una cita muy interesante sobre lo que se puede ocultar y distorsionar mediante el culturalismo, al atribuir las diferencias que encontramos con otros colectivos al ámbito cultural. Entre lo que encuentro anotado en mi cuaderno está esto:
- El culturalismo niega al otro la universalidad de sus aspiraciones, al encerrarlas en algo propio de una cultura, sin reconocer que pueden ser válidas más allá de ésta o tener puntos de conexión con las de otros colectivos. Por ejemplo, al quejarnos de que las familias gitanas acudan en pleno a acompañar a l@s suy@s cuando alguien está en el hospital. ¿De verdad es tan extraño que se no se quiera dejar a alguien solo en una situación difícil?
- El culturalismo niega al otro su derecho a la diferencia, ya que al mostrarla es enseguida apartado o encorsetado en un grupo aparte, extraño, separado. De ahí nuestro empeño en «integrar», en que renieguen de lo que rechazamos de su cultura y acepten lo que desde el otro lado consideramos como «básico».
- El culturalismo niega al otro el reconocimiento de su capacidad de razonar, de su inteligencia. Sus comportamientos terminan rodeados de un halo de misterio, como si obedecieran a motivaciones mágicas, esotéricas o aleatorias. Pero para todo hay una razón. El que no lleguemos a comprenderla no hace que ésta desaparezca.
- El culturalismo borra otros factores sociopolíticos que son parte importante de la realidad: la pobreza, la desigualdad, los conflictos de poder… Volviendo al ejemplo de las familias gitanas, más allá de sus pautas culturales en su forma de ser y estar inciden y mucho su situación económica, su nivel de formación, su experiencia de rechazo, etc.
Está claro, por lo menos para mí, que encerrar la diferencia y la desigualdad en una visión meramente «cultural» del tema es tremendamente peligroso. Porque además se apoya fundamentalmente en un análisis de carencias y déficits. Pero esto no es más que una visión muy sesgada del asunto.
Porque entre quienes viven en pobreza y exclusión hay también otro tipo de cultura que va más allá de lo étnico y/o racial. Existe una cultura de resistencia frente a la precariedad constante que permite que personas y familias de orígenes muy diferentes se reconozcan como parte del mismo colectivo. Al igual que se ha hablado siempre de una «cultura obrera», existe también una «cultura de resistencia a la pobreza» entre quienes la sufren. Porque, pese a la imagen que suele dar de ést@s, sólo quienes están ya muy rot@s se rinden. Frente a la violencia de la miseria, hay una lucha constante por sobrevivir, por mantener la dignidad, por cuidar a l@s tuy@s, por sostener pese a todas las dificultades la esperanza. Y esta experiencia de lucha va construyendo un conocimiento propio y una práctica efectiva, y se intercambia y sostiene en redes que pese a que sean invisibles para quienes no viven en esas condiciones no por ello dejan de existir. Esta cultura de resistencia tiene sus propios valores y totems, aunque muchas veces se oculten por la experiencia previa de incomprensión y adoctrinamiento por parte de quienes quieren marcar las pautas de comportamiento social.
El otro día, una mujer de mi barrio me contaba: «Si te rindes un momento, si bajas la guardia y no luchas, ya no puedes luego levantarte. Tienes que estar de un lado a otro, haciendo papeles para pedir ayudas, viendo a ver qué facturas puedes pagar este mes y cuáles no, peleándote con todo el mundo. Son tantas las dificultades y tan constantes que no puedes dejar de luchar en ningún momento. Si no, estás perdida».
Esto marca, a ella y a otras muchas personas. Por eso, cuando se encuentran y se miran a los ojos, se reconocen como parte del mismo pueblo: el pueblo que resiste, que reniega del sufrimiento al que la sociedad les condena, que busca construir una manera de estar en el mundo que permita que tod@s nos reconozcamos como iguales en dignidad y derechos a pesar de nuestras diferencias.
Dani García Blanco, Madrid