mi nombre verdadero

Hace ya unos años —durante mi tiempo de trabajo en el centro internacional de ATD Cuarto Mundo en Méry sur Oise (Francia)— tuve la oportunidad de asociarme a la investigación-acción participativa que en aquel momento emprendía ATD Cuarto Mundo en 27 países. El objetivo de nuestra investigación era abordar la relación entre violencia, extrema pobreza y paz a partir de la experiencia y el pensamiento de quienes soportan el peso de la miseria.

Tres años de trabajo —con aproximadamente mil participantes en posición de co-investigadores— sirvieron para concluir que la miseria no es solamente una condición que acumula múltiples y sistemáticas violaciones de los derechos humanos, sino que es en sí misma violencia. Esta afirmación —la miseria es violencia— fue recibida y debatida durante una jornada abierta de diálogo en la Casa de la UNESCO en enero de 2012 en París. Desde entonces, ATD Cuarto Mundo ha podido, muy poco a poco, difundir las conclusiones de este trabajo de investigación y observar su impacto en los debates nacionales e internacionales sobre erradicación de la pobreza, en particular en las discusiones que han resultado en los Objetivos de Desarrollo Sostenible (Naciones Unidas, 2015).

Desde entonces, en mí, seguramente también muy poco a poco, ha ido calando está afirmación, esta realidad insoportable, la conciencia de lo irreparable de esta  violencia que es la miseria. De todas las conclusiones alcanzadas, hay una que no ha dejado de revelarse ante mí, y golpearme: la violencia que es no ser ni reconocido ni tratado como un ser humano de igual dignidad.

Estos últimos días, he quedado de nuevo conmovida —y en pie de fraternal lucha— por esta violencia que tiene que ver con el reconocimiento de la dignidad humana. Les invito, antes de continuar leyendo, a mirar este breve fragmento de la serie documental “Pueblos Originarios” (Canal Encuentro. Ministerio de Educación. Argentina).

En remolino se quedaron conmigo todos esos nombres verdaderos —Karai, Vera Chunu, Jachuka Mirî, Karai Mirî, Vera Mirî, Karai Tataendy, Kuray Guyra, Jachuka Rete Jera’i—. En remolino, los nombres de mis hijos —Lucía, Maya, Oliver—, los míos, los de mis abuelas… En remolino, una comunidad que pregunta nombre a Ñanderu, esa búsqueda de nombre verdadero que emprende cada padre y cada madre como acto de amor y de derecho, la dignidad que se concentra en el instante en el que recibimos nuestro nombre… Por fin, la relación entre nuestro nombre propio y nuestra dignidad.

Inmediatamente recuerdo un mural pintado por un grupo de personas muy pobres en Londres. Se trataba de un gran código de barras y una sola la frase: «I am not a number» («No soy un número»). Recuerdo también sus explicaciones: «Nunca nos llaman por nuestro nombre, como si no fuéramos seres humanos».

En ese desasosiego, quise encontrar herramienta para el combate en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Naciones Unidas, 1948). Estaba segura de recordar el derecho al nombre en uno de sus primeros artículos. He releído todos ellos varias veces y re-descubierto la belleza de su preámbulo. Desde luego, puede encontrarse implícito este derecho en algunos de los treinta artículos que conforman la Declaración, pero no como tal. Ciertamente confundida, pero aún convencida de la pertinencia de mi búsqueda, acudí a la Declaración de los Derechos del Niño (Naciones Unidas, 1959). Ahí, en el principio número tres, está lo que me pareció evidente en esos dos minutos y medio de nombres verdaderos: “El niño tiene derecho desde su nacimiento a un nombre”. Es sin duda una osadía, pero de golpe me pareció insuficiente la Declaración de los Derechos Humanos. Inútilmente me consuela saber que la de los derechos del niño es posterior —que lo hubiéramos hecho mejor once años más tarde— y  la plena conciencia de que el niño está contenido en el hombre, la niña contenida en la mujer. Sin embargo, en la honestidad de toda mi ambición para nuestra humanidad, echo en falta una expresión explícita del derecho a ser llamados por nuestro nombre.

Hay, creo yo, una violencia absolutamente inaceptable en la necesidad de renunciar a nuestro nombre propio, a nuestro nombre verdadero para existir “en documento”, frente a un Estado y los derechos que me corresponden. Esta comunidad Guaraní— los pueblos indígenas sistemáticamente ultrajados y desposeídos de sus bienes materiales e inmateriales—, las personas con nombre propio que nos hablan en este documental, las personas muy pobres con las que trabajé a lo largo de aquellos años de investigación, las personas que decían «Nunca nos llaman por nuestro nombre. Yo no soy un número», todas ellas señalan el corazón de la dignidad humana y la violencia que hemos institucionalizado.

“Incluso en la muerte —explicaba Moraene Roberts (Reino Unido)—, cuando todos deberíamos ser iguales, la identidad de las personas pobres es negada. [Durante la investigación] visitamos un cementerio que, como la mayoría, tiene un área en la que los pobres son enterrados. A lo largo de los años, la tierra se ha ido asentando y podíamos ver filas y filas de montículos. No había lápidas, ni nombres, ni nada que hablara de las personas que ahí yacían. En la muerte, como en la vida, los pobres son convertidos en nada, como si nunca hubieran existido. En la muerte, como en la vida, toda elección y toda dignidad les es negada. Y sin embargo, eran seres humanos, como también lo somos quienes seguimos viviendo en la pobreza”.

La miseria es violencia, concluíamos. Rompamos el silencio, busquemos juntos la paz.

Beatriz Monje Barón, Ciudad de México

en twitter @beatriz_monje_

2 comentarios sobre “mi nombre verdadero

  1. Me encantó el texto de Beatriz, y me hizo pensar en las casualidades de la vida: hace un mes escribí para una revista del magisterio un artículo sobre el derecho a la lectura, los libros y las distintas formas de la cultura:

    POR EL DERECHO DE LOS NIÑOS A LEER Y A DISFRUTAR DE LOS LIBROS
    Y DE TODAS LAS FORMAS DE LA CULTURA

    A Beatriz Monje Barón, IV Mundo,
    quien dedica su vida a la lucha contra la pobreza
    y al encuentro de los niños con el libro y la cultura.

    A Fabio Jurado, compañero de viaje
    –en las letras, la promoción de la cultura
    y la lid por la paz y la justicia.

    Mario Rey

    “No sólo de pan vivirá el hombre,
    sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.”

    (Mateo 4:4, Biblia)

    Me pregunto si es pertinente hablar y luchar por el derecho a la lectura y el libro, y por el derecho a las distintas formas de la cultura, cuando cerca de 795 millones de personas en el mundo, uno de cada nueve seres humanos, no tienen los alimentos necesarios para llevar una vida saludable, activa y satisfactoria; cuando el 12.9% de la población de los países en desarrollo sufre por el hambre y la desnutrición; cuando el hambre y la alimentación deficiente causan el 45% de las muertes de niños menores de cinco años −3,1 millones de sonrisas infantiles borradas de la faz de la tierra por cada vuelta al sol−; cuando uno de cada seis pequeños de los países en desarrollo, 100 millones de tiernas caritas, tienen un peso inferior al normal; cuando uno de cada cuatro chamacos padece de retraso en el crecimiento −uno por cada tres en los países en desarrollo−; cuando 66 millones de pequeños asisten a clases con hambre en estas naciones , cuando se desperdician 1 300 millones de toneladas de alimentos al año y con ellas se incrementa la contaminación , cuando la industria armamentista y el presupuesto para la guerra no paran de crecer y romper récords, cuando miles de personas, funcionarios, partidos políticos, organizaciones oficiales y empresas particulares lucran en el mundo entero con el hambre de los niños y los pobres…
    Pero, en plena vacilación, vienen a mi memoria las sabias palabras de Jesucristo, una sentencia que me ayuda a despejar la duda: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que salga de la boca de Dios”: sí, es justo, oportuno y necesario hablar del derecho de los niños, y los adultos, a la lectura y al acceso a las distintas prácticas culturales que la humanidad ha ido cultivando y cosechando a lo largo de su existencia, más allá de que creamos o no en Jesús como un ser literario o histórico, independientemente de que asumamos al nazareno como el hijo de Dios o como un personaje y un símbolo de ese maravilloso libro que es la Biblia, más allá de que consideremos al conjunto de libros más traducido de todos los tiempos como una escritura divina o humana, pues sus palabras subrayan, allende la evidente connotación religiosa, y en sintonía con las ideas y las imágenes de Borges, Escoto Erígena y el cabalista español para quienes la Sagrada Escritura encierra un “número infinito de sentidos”, como el tornasolado plumaje del pavo real , la inconmensurable necesidad de palabra y comunicación que todos los seres humanos tenemos, la infinita urgencia espiritual de comunicación verbal con nuestro ser interior, con el otro, con los otros, con la naturaleza y el universo, el natural y cultivado apetito de satisfacer nuestra urgencia comunicativa en todas las formas significantes, sin dejar de gritar indignados y a todo pulmón que urge abatir el oprobio del hambre y la desigualdad social, sin olvidar la infame necesidad insatisfecha de pan que sufren millones de niños y gran parte de la humanidad.
    Es claro que el niño, como el resto de los seres humanos, en general, necesita gozar para su realización, “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición” , de los “Derechos Humanos”, en particular “de una protección especial”, los “Derechos del Niño”, y disponer “de oportunidades y servicios, dispensado todo ello por la ley y por otros medios, para que pueda desarrollarse física, mental, moral, espiritual y socialmente en forma saludable y normal, así como en condiciones de libertad y dignidad” .
    El infante necesita tanto de “pan”, es decir, de cosas materiales como alimento, vestido, vivienda, salud, juguetes, libros, útiles, transporte, lugares apropiados para el estudio, el ejercicio y la distracción, como de las “palabras que salgan de la boca de Dios”, es decir de cosas inmateriales, abstractas e imprescindibles como un nombre, un hogar y un país, respeto, amor y comprensión, buen trato, tolerancia, seguridad material, moral y social, protección, diversión y juego, educación y exclusión del trabajo y, si éste fuese necesario, en casos muy especiales, de acuerdo con la familia y la comunidad, en condiciones que no atente contra su integridad física o moral .
    Nadie estaría dispuesto a negar a conciencia y en voz alta el pan a los niños o a los hambrientos, ni siquiera los más obstinados y fatuos provocadores de oficio, ni en los hechos ni en la realidad gestual o verbal de sus poses y discursos; en cambio, el derecho a la lectura, el arte y la cultura suele ser olvidado o desconocido, perdiendo de vista la sabia sentencia de la Biblia, “No sólo de pan vivirá el hombre”, como si estos exquisitos bienes de la humanidad fueran un producto prescindible, de segunda clase o un lujo, quizás porque se piensa que está incluido en el derecho a la educación, cuando, en realidad, esta práctica es sólo una parte de la cultura, quizás porque en el fondo se cree y se acepta que el arte y la cultura le corresponden de manera exclusiva y natural a las clases dominantes y las élites.
    El derecho al libro y a las distintas formas significantes de la humanidad es olvidado incluso en los mismos “Derechos Humanos” y los “Derechos del Niño”, y por ello urge levantar la voz para que se incluya de manera explícita en los ajustes que se introduzcan a estos principios y derechos para actualizarlos de acuerdo con la evolución de la conciencia ética humanista, tecnológica y cultural.
    Es muy evidente la afrenta por la falta de pan, vestido, habitación, educación y salud, pero es igual o más ignominioso que nuestros niños no tengan acceso a los libros, ni a la música, ni a la pintura, ni a la escultura, ni a la fotografía, ni al teatro, ni a los títeres, ni a la danza, ni a la mímica, ni al cine, ni a la arquitectura, ni a los museos, ni a las ferias, ni a los espectáculos, ni al circo, ni a las fiestas, ni a la información, ni a los documentales, ni a los viajes, ni a diversos paisajes y ecosistemas, ni a jardines, ni a zoológicos, ni a otras zonas, ciudades, regiones o países, ni al deporte, ni a otras lenguas, ni a internet, ni a tantas y tantas formas culturales de la humanidad…
    No sólo es indignante que los niños, en general, no puedan disfrutar de estas formas de la naturaleza y de la creación y la comunicación humanas, no sólo es indignante que no puedan alimentar y enriquecer con ellas su ser, indigna sobremanera saber que cuanto más pobres o marginales son sus familias, menor es su posibilidad de acceder a las más altas y nobles expresiones del ser humano, salvo casos excepcionales −pensemos, por ejemplo, en Gabriel García Márquez, Albert Camus o el mundo marginal de los grafiteros norteamericanos que engendra un artista como Basquiat−, y que con ello se mantienen y se alimentan la segregación, la desigualdad social y la deshumanización de manera “natural”.
    Los niños que no tienen acceso a una buena educación ni a los libros ni a las distintas prácticas culturales no sólo dejan de disfrutar de ellas y formarse con ellas, son limitados para el ejercicio gozoso de esas prácticas significantes y sufren como condena afrontar su vida personal, laboral y social en condiciones de desigualdad, con menos herramientas intelectuales, emocionales y culturales que los niños de las élites que sí pueden acceder a ellas.
    La formación ética, cultural, estética y sentimental de los niños que no tienen acceso a una buena educación ni a los libros ni a las distintas prácticas culturales que la humanidad ha cultivado se ve reducida a los muy pobres y discutibles valores que trasmiten las telenovelas, las películas, las series, los shows, los “big brothers”, los “reality shows” los reportajes y las noticias de los tradicionales “mass media” y las contemporáneas y masivas “redes” que produce y reproduce inescrupulosamente, sin límite, de manera invasiva y aparentemente imparcial y anodina, el sistema para estimular un consumo insaciable de mercancías y seres humanos convertidos en mercancías a cualquier precio , seres sin ningún límite ético, ecológico o social, esclavos autómatas sometidos a la explotación, el trabajo deshumanizado, el dinero, el consumo, el poder, la cirugía estética, la prostitución y la fama.
    Por eso deambulamos entres millones y millones de insatisfechos, angustiados e infelices pequeños émulos sonrientes del Señor de los Cielos, Pablo Escobar, los Rodríguez, el Chapo Guzmán, Montesinos, la Reina del Sur o de los modelitos muertos o a punto de morir por anorexia o en los gimnasios o en las mesas de operaciones “estéticas”, dispuestos todos “a vender su alma al diablo” a cualquier precio, millones de potenciales clientes haciendo grandes filas para hacer cualquier cosa que les dé dinero para poder hacer con él otra gran fila para poder comprarse el éxito, los coches, las pieles, las blusas, las corbatas, los jeans nuevos con rotos, las zapatillas, el celular, los lentes o la encarnación del maniquí de los personajes de moda en un mundo de carcajada todavía más feliz que el anunciado por Huxley.
    Aunque la educación, los libros y el acceso a las distintas formas del arte y la cultura, más allá de las odiosas y clasistas divisiones entre “alta” y “baja” cultura, o entre “la cultura”, a secas, y “la cultura popular”, no garantizan necesaria o mecánicamente la felicidad o la mayor bondad o humanismo de los individuos, como se puede constatar en casos como el de Hitler, lector, escritor, amante de la música y las artes plásticas y uno de los mayores asesinos y monstruos de la humanidad, sí contribuyen significativamente la mayoría de las veces a una mejor calidad de vida, a una mejor calidad de diversión y empleo del tiempo libre, a una formación integral, a mejores oportunidades y trabajos, a una mejor relación con el trabajo, a mejores condiciones para entender la naturaleza, la sociedad y la relación del individuo con ellas, a una mayor conciencia de su lugar en la sociedad y la naturaleza y a una mayor conciencia de su pequeñez y fugacidad en el universo y el tiempo.
    La educación, el arte y la cultura alimentan nuestro espíritu, incluso en condiciones donde falta el pan; nos permiten distraernos y formarnos; conocernos y dialogar con nosotros mismos, con el otro que quisiéramos ser, con el otro que no queremos ser, con los otros, y ser otro u otros; encontrar un sentido de vida que tenga en cuenta la naturaleza, a los seres vivos y a las otras personas; vivir positiva, creativa y placenteramente la bondad y la maldad, el amor, el desamor y el odio, el descanso y el trabajo, el interés y la indiferencia, el desasosiego y la paz, la tolerancia y la intolerancia, la belleza y la fealdad, la vida y la muerte, la justicia y la injusticia, la solidaridad y el egoísmo, la dignidad y la humillación, el respeto y el irrespeto, el equilibrio, la opulencia y la pobreza, la satisfacción y la necesidad, el despotismo, el totalitarismo y la democracia; viajar a otras regiones, países, épocas y mundos; conocer otras culturas y otras formas de ser y de pensar…
    En fin, la educación, el arte y la cultura nos permiten divertirnos y vivir mejor, crecer y enriquecer nuestro ser en búsqueda de equilibrios con la naturaleza, los demás seres vivos y la humanidad. Por eso “urrrge” −tono de bolero− luchar por el derecho del niño a la lectura, al arte y a todas las expresiones culturales, y por eso “urrrge” que los adultos que los rodeamos, los maestros, los promotores, los funcionarios y los padres de familia tomemos conciencia de que su necesidad es también la nuestra, de que la conquista y satisfacción de ese derecho y esa necesidad son también nuestra responsabilidad, de que sólo reclamando y ejerciendo a plenitud nuestros derechos podemos contribuir a su conquista para los niños, nosotros mismos y la humanidad.
    Urrrge que caigamos en la cuenta de que las ideas, la indiferencia y la falta de acción, el no hacer nada o el hacer lo mínimo que excluyen a la mayoría de los niños y de los pobres de los libros, de la buena educación, del arte y de las distintas formas de la cultura están presentes en nosotros mismos, padres y maestros, quizás de manera inconsciente, quizás por la costumbre, quizás por la falta de hábitos de lectura y contacto con el arte y las diversas expresiones culturales, quizás por pereza, quizás por cansancio, quizás por miedo, y no sólo a causa de nuestra pobreza y la brutal ineficiencia del Estado.
    Sí, sin duda, nuestros países ocupan los últimos lugares en lectura y consumo de bienes culturales, y la mayor responsabilidad por tan desastrosa situación es del Estado, porque no destina el presupuesto necesario a la educación, el arte y la cultura, porque gasta buena parte de su presupuesto en la guerra, porque un porcentaje muy alto del presupuesto y la infraestructura se pierden en la ineficiencia y la corrupción…
    Pero, ¡ay, qué pena!, tenemos que reconocer que muchos de nosotros somos profesores y trabajadores del Estado y participamos activa o pasivamente, consciente o inconscientemente, por indiferencia, cansancio, miedo, pereza, desconocimiento y costumbre, o por un malentendido sobre la manera de luchar contra el Estado, de su ineficiencia y de su corrupción. El Estado somos todos, aunque hayamos permitido que unas minorías lo manejen a su conveniencia.
    Asimismo, ¡qué pena!, tenemos que hacernos conscientes de que muchos de nosotros, padres, abuelos, tíos, maestros y promotores, por las mismas causas señaladas antes, no utilizamos suficientemente los saberes y recursos disponibles en nuestro propio ser, en nuestras familias, en nuestros barrios, escuelas, ciudades y países, ¡y muchas veces ni los conocemos! No estimulamos suficientemente y de manera gozosa, sin autoritarismo y sin relación condicionante con las calificaciones, el interés, el gusto y el apetito por la lectura, los libros, el arte y la cultura en nuestros niños. No intentamos suficientemente satisfacer con ellos y nosotros mismos la inmensa necesidad de palabra y comunicación que somos los seres humanos.
    Recordemos que “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” y, sin dejar de luchar porque a nadie le falte el pan, pongámonos a pensar cómo satisfacemos también la necesidad de diálogo de los niños y nosotros con nuestro interior, con la naturaleza, los demás seres vivos y la humanidad a través de la palabra, el libro y la música, el teatro, la danza y la arquitectura, en fin, con las distintas formas culturales que la humanidad ha cultivado y cosechado.
    Contémosles a nuestros niños las historias que más nos han gustado, leámoslas con ellos; hablemos con nuestros pequeños de las pinturas y los pintores que más nos han impresionado; escuchemos con ellos la música que más nos conmueve; vayamos con ellos y nuestros familiares al teatro, al cine, a las bibliotecas, a los museos, a los festivales, al campo, a los zoológicos…; organicemos ferias, festivales y muestras de libros, poesía, cuento, canto, danza, música, gastronomía… En fin, hagamos de nuestro ejercicio magisterial y de nuestro ser padres, abuelos y tíos un carnaval cultural, “hay que pensar que la vida es un carnaval y es más bello vivir cantando ”, ¡y bailando, y leyendo, y haciendo el mapa de los recursos culturales que tenemos a mano, y buscando cómo utilizarlos y qué hacer con nuestros niños!

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    1. Muchas gracias, Mario, por compartir tu artículo y por la dedicatoria.
      Hace algunos años, lo decía así un niño que ATD Cuarto Mundo conoció en un barrio muy pobre: «Tengo hambre en la cabeza».
      Pues eso, que hay otras hambres más allá de las de las tripas, y hay los olvidos de las declaraciones de derechos… Gracias por subrayarlo e invitarnos a continuar construyendo humanidad.

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